Donostia. Vinokourov cierra una etapa de su vida en el Boulevard, una larga e intensa sobre la bicicleta, y cuando aún le corre el sudor por las mejillas y las piernas, hace un calor pegajoso en Donostia, se viene a cruzar con Miguel Indurain, que le saluda con una sonrisa, le felicita por el oro olímpico y le dice con su sonrisa de hombre bueno: "¿Así que has decidido que basta ya? Bien, verás que ahora empieza lo bueno".

Menos de media hora después, Vinokourov está en la sala de prensa del Kursaal, a la fresca del aire acondicionado y de pie ante una mesa llena de pinchos de entre los que elige uno de tortilla con pimiento verde que se zampa en dos bocados y un sandwich que tiene de todo y para el que emplea cuatro o cinco. Luego abre dos botellines de cerveza, le entrega una a su mecánico y brinda con él. Se bebe la birra mientras espera el momento para ponerle palabras a su despedida.

Lo explica sencillo, sin que su rostro cambie de gesto para reflejar la trascendencia del momento. Dice que está contento de despedirse en Euskadi, en Donostia, un lugar donde siempre se sintió querido. Y, también, de hacerlo como campeón olímpico, algo que eleva al rango de sueño. "Después de la caída -en el Tour 2011 se rompió la cadera y en un principio, dada la gravedad, anunció su retirada- me costó mucho recuperarme. En enero todavía tenía problemas en la pierna. Pero no podía marcharme así. Tenía que irme de otra manera. Quería una etapa en el Tour, no pudo ser, pero el oro olímpico es un sueño", dijo el kazajo, cuya mejor victoria en quince años de profesional -más de sesenta triunfos- fue la Vuelta de 2006 y su derrota más sonoda el positivo por transfusión de un año después en el Tour por el que fue condenado a dos años de sanción. Los cumplió y regresó, pero nunca salió de la sombra.

"No sé todavía lo que siento", prosiguió Vinokourov. "Creo que aún no soy muy consciente de que me retiro y de que empieza una nueva etapa para mí, otra vida". Lo que sí trató de hacer el kazajo en su último día como ciclista fue aprovecharlo. Se mostró más cercano al público que nunca antes. Firmó más autógrafos, se sacó más fotos y se dejó agasajar. Él, siempre tan frío, tan distante, tan kazajo. "Y en los últimos kilómetros", abundó, "he tratado de disfrutar al máximo luchando por la victoria, aunque no estuviese tan bien como en los Juegos".

La nueva vida de Vinokourov la simbolizan el pincho de tortilla, el sandwich y la cerveza en Donostia, pero empieza a materializarse de manera seria mañana mismo. En Astana, la capital de Kazajistán, donde es un héroe, será recibido junto al resto de medallistas olímpicos (los kazajos ganaron en Londres siete oros y fueron duodécimos en el medallero) por el presidente. Y después se reunirá con los miembros de la Federación Kazaja de Ciclismo. "Quiero hablar con ellos de algunas ideas que tengo pensadas para el futuro. Estoy contento de dejarlo así y sé que no voy a echar de menos esto, pero tendré un sitio especial en el equipo, así que seguiremos viéndonos", zanjó Vinokourov, a quién cuando ya estaba yéndose le preguntaron: "¿Y si el presidente le pide que siga hasta el Mundial?". Sonrió y dijo que no, que ya no. Ya había pasado a mejor vida.

Samuel, regreso y abandono La despedida de Vinokourov coincidió con el regreso de Samuel a la competición tras su caída en el Tour. El ovetense, que no estará en la Vuelta y piensa en el Mundial como objetivo prioritario, abandonó, falto de ritmo y fondo, normal, tras la primera pasada por Jaizkibel.