Si no fuera porque estamos en un tiempo en el que la mascarilla sanitaria se ha impuesto como una obligación global, el centenario de El chico hubiera sido un suelto periodístico, un suspiro cinéfilo de leve relevancia y densa nostalgia. Pero como los efectos del covid-19 cada día son más voraces, El chico se convirtió el pasado viernes en el gran estreno de la semana. Casi en el único estreno de una cartelera que sobrevive por la resistencia y resiliencia de unas salas de cine que se niegan a claudicar.

Han pasado cien años desde que Chaplin estrenó su primer trabajo importante para un público de supervivientes perplejos que habían sobrevivido a la primera guerra mundial y a una gripe criminal. Lógicamente no podemos verlo hoy como lo vieron en 1921. Es más, si ese aniversario hubiera acontecido hace doce meses, El chico se hubiera leído de manera muy distinta a como se recibe ahora.

Hace un año se hubieran repetido idénticos comentarios de erudición histórica a los que nos han regalado ahora desde todos los medios. Se nos hubieran contado los mismos detalles íntimos que rodearon a su gestación, la ebriedad enfermiza de Edna Purviance, el obsesivo rigor de Chaplin, el destino errático de Jackie Coogan, el niño prodigio al que su propia madre desplumó, y el impacto emocional que provocó aquel estreno. Pero hoy El chico, visto en esta situación de pandemia, de muerte y confinamiento adquiere un tono diferente. Bajo esta influencia, el contexto modifica al texto. Y por lo pronto, aquella historia de El chico, un niño abandonado a su suerte en manos de un vagabundo, nos invita a bucear en lo que se fue para tratar de intuir lo que está por venir.

Hoy estremece todavía el gesto de Charlot cuando, con el bebé en brazos, agobiado porque no puede deshacerse de él, abre una tapa de alcantarilla y por un instante, su mirada se abisma dentro. Habría que esperar hasta Monsieur Verdoux (1941) para reencontrarse con un personaje chapliniano dispuesto a sumergirse en lo siniestro.

Se desconoce hoy que, en sus primeras apariciones cinematográficas, el embrión del inocente vagabundo que Charlot encarnó, en su inicio se transfiguraba en personajes de evidente crueldad e incluso hasta de mala sombra. En una completa y magnífica exposición promovida por Caixa Forum hace algún tiempo, se rescataron aquellas apariciones en las que el primer Chaplin mostraba un pliegue canalla. Así que aquella mirada al fondo de la alcantarilla era como auscultar un pasado que Chaplin decidió conjurar a golpe de humor, con sobredosis de ternura. El payaso sin maquillaje que era Charlot, tras El chico filmó hermosas historias como La quimera del oro, Luces de la ciudad, Tiempos modernos y El gran dictador, entre otras. Con ellas Chaplin levantó un muro de optimismo popular. Con medio mundo en guerra y hambre, sus cortos provocaban carcajadas. No daban de comer, pero ayudaban a olvidar. Más tarde, cuando la mímica dio paso a la palabra, su verbo disgustó a quienes siempre disgusta que se hable de igualdad y justicia. Pero eso es otra historia.

La que El chico nos devuelve hoy sirve para confrontar la miseria de los felices años 20 del siglo pasado con la crisis del bienestar de los tristes 20 del siglo XXI. El mundo se ha convertido en una sociedad tan apática como blanda.

Ni llueve basura de las alturas, ni se abandonan bebés en las cloacas pero en la sesión matinal en la que estuve, lleno hasta donde la ley lo permite, no se oyeron risas. No había ancianos en el cine. Por lo que fue inevitable pensar que si los que se reían ya no pueden ir al cine y los que pueden ir desconocen el placer terapéutico del humor, es de temer que el coronavirus también haya asfixiado a la risa.