os roncaleses, ya se ha dicho, son personal pacífico pero al que nadie se le sube a las barbas. Tan respetuoso de los bienes ajenos como de los bienes propios, que además son compartidos hasta el punto que el suelo del valle es de todos sus vecinos, que es tanto como decir de todos sus dueños. Aún es el día en que -los tiempos cambian- lo poco que actualmente es de propiedad privada lo es porque el valle así lo adjudicó, pero a condición de que los pastos que en esos lugares haya siguen siendo comunales y para disfrute del ganado de cualquier vecino. Rizando el rizo del sentido comunitario, los nuevos propietarios ajenos al valle ni pueden cercar sus fincas ni pueden impedir la entrada en ellos del ganado en época de suelta.

Decíamos que los roncaleses sólo sacan el sable cuando de defender lo suyo se trata, y algo de eso debió ocurrir allá por 1373 cuando la reyerta entre Pedro Karrika, vecino de Izaba-Isaba, y Pierre Sansoler, vecino de la bearnesa y limítrofe localidad de Baretous.

La reyerta parece ser ocurrió por un quítame allá el derecho a una fuente, y tanta vehemencia puso el roncalés en la pelea que resultó muerto Pierre Sansoler. La venganza de los baretoneses fue de tal crueldad contra todo el vecindario de Izaba, que aquello degeneró en lucha sangrienta entre ambos valles.

Sometido el conflicto al arbitraje de la villa aragonesa de Ansó, el fallo condenó en 1375 a Baretous a pagar al valle de Erronkari un tributo anual de tres vacas jóvenes y sanas.

Y eso es lo que han venido abonando ininterrumpidamente con más o menos seriedad y ceremonia cada 13 de julio las autoridades representantes de Baretous a las representantes del valle de Erronkari. El escenario, el mojón 262 de la muga pirenaica entre ambos valles, en el lugar donde estaba la desaparecida Piedra de San Martín; los actores: los alcaldes franceses vestidos son su mejor traje y faja tricolor; los alcaldes roncaleses, ataviados a la antigua usanza tradicional; las tres vacas, que no se enteran de nada hasta que los alcaldes roncaleses les fuerzan los morros para comprobarles la dentadura y la calidad; los comparsas, la multitud de curiosos y domingueros que aprovechan para echarles una mirada a la historia, al paisaje y a la buena compañía.