- En la vida de los cómicos Fritz Grunbaum, Kurt Gerron y Werner Fink se ha basado Patxo Telleria para crear "un cabaret fuera del tiempo y del espacio", un Simplicissimus que hoy, en su versión en castellano, llega a Araia, donde junto a el también co-director -con Jokin Oregi- estarán sobre las tablas Olatz Ganboa, Getari Etxegarai y el músico Adrián García de los Ojos. Como explica la compañía vasca, esta propuesta explora los límites del humor y homenajea a los humoristas que sufrieron y sufren persecución por pretender ejercer su trabajo en libertad, como les sucedió a Grunbaum, Gerron y Fink, que sufrieron en primera persona la llegada del nazismo al poder y la II Guerra Mundial.

Regresa a un escenario que conoce bien después de visitarlo varios años, aunque este 2020, como poco, es raro.

-Que es especial, eso está claro. Hasta que no lleguemos allí no veremos en concreto todas las novedades, pero serán iguales a las que ya hemos conocido en las pocas representaciones que hemos podido hacer hasta ahora en esta... la verdad es que no sé si llamarla normalidad, ni vieja ni nueva.

De hecho, vienen con la versión en castellano del montaje, que se estrenó justo el pasado mes de febrero. No les dio tiempo casi a nada.

-Es que, de hecho, la segunda función después de aquel estreno va a ser la de Araia casi cinco meses después. En euskera la hemos rodado más, pero la versión en castellano fue estrenar y a los pocos días tener que cerrar todo.

¿Cómo está siendo la vuelta a los escenarios? ¿Demasiado extraña?

-Dio la casualidad, sin nosotros saberlo ni ser conscientes de ello, de que, al parecer, la primera obra de teatro programada de manera oficial en un espacio escénico después del confinamiento fue la que ofrecimos, dentro del camino de Ez Dok Hiru [la otra pata del proyecto Tartean], en el Arriaga. Yo iba a aquella representación con, no voy a decir pereza, pero sí con un poco de aprensión. Tenía la impresión de que lo de ir al teatro con mascarilla iba a retraer a mucha gente. Además, para planteamientos de comedia, como era el caso, me daba la sensación de que la mascarilla iba a ser un obstáculo. En la comedia, el actor necesita de manera constante ese feedback de la risa que le indica que la cosa está funcionando, que el ritmo va bien... Aquella primera vez, todavía con el telón cerrado, nos acercamos un poco a escuchar qué animación había en el patio de butacas. Nos habían dicho que iba a acudir gente, pero no se escuchaba nada. Aquello nos impresionó mucho. El silencio era sepulcral, también porque los propios espectadores estaban un poco impactados por el contexto y la novedad. Pensamos que aquella actuación iba a ser durita, durita. Pero luego no fue para tanto. No sé si es bueno o es malo lo que te voy a decir, pero es cierto que nos acostumbramos a todo. Hace dos semanas, cuando estuvimos en Gasteiz con la versión en euskera, yo lo daba todo por natural. No tuve en mente en ningún momento de la función ni la mascarilla, ni nada. Supongo que en este último mes nos hemos acostumbrado a que la mascarilla sea otra parte de nuestro cuerpo. Igual te da pereza ir al teatro con mascarilla pero es que si vas, no sé, a donde quieras, también vas a tener que llevarla, con lo que... Así que, en ese sentido, creo que hemos llegado a cierto grado de normalización de la situación. Al principio, pensaba que el tema de acudir con la mascarilla iba a ser un esfuerzo titánico para el público. Ahora le he quitado importancia a eso. Más me preocupa que en esta re-escalada no demos demasiados pasos hacia atrás porque eso sería malo para la sociedad en su conjunto, también para el teatro.

Sin querer unir ambas situaciones, no me entienda mal, pero 'Simplicissimus' no deja de hacer referencia al humor en tiempos complicados.

-Es verdad que la complicación es diferente, pero ambas situaciones tienen el paralelismo de que nadie se imaginaba, ni entonces ni ahora, que las cosas pudieran ir por esos caminos. En los años 20 del siglo pasado, en los locos años 20, ya se estaban sembrando las semillas de lo que luego sería el descalabro político y moral de la Europa entreguerras, pero nadie vio o quiso ver lo que llegó después. Hombre, quiero pensar que ahora no vamos a llegar a los grados de horror a los que se llegaron en aquel momento y de los que también hablamos, de alguna manera, en nuestra pieza teatral.

En este caso parte de tres personas reales que tuvieron que padecer destinos terribles a raíz del ascenso del nazismo y de la II Guerra Mundial.

-Al principio, me animé a escribir una obra de teatro sobre estos tres personajes, sobre todo porque me llamó poderosamente la atención el detalle nada baladí de que estos señores siguieron haciendo teatro incluso en las peores condiciones, como en los campos de concentración. Esa imagen fue el motor para animarme a escribir una historia sobre estos personajes. En ningún momento he pretendido hacer una biografía, para nada. Lo importante para mí es lo que significan estos personajes: actores que, en un momento determinado, sufren la represión por, entre otras cosas, ser cómicos. Es curioso porque estamos hablado en estos términos y alguna persona que esté leyendo la entrevista pensará: ¿pero no estaba yo con un artículo sobre el Festival de Teatro de Humor de Araia? (Risas) Bueno, efectivamente es una obra de teatro en la que combinamos, de una manera atrevida pero creo que también eficaz, comedia y drama. La propia imagen de actores de cabaret haciendo comedia en un lugar tan tétrico como un campo de concentración ya es una mezcla explosiva. Y lo que nosotros hemos hecho es trabajar sobre eso. El cabaret tiene la pretensión de tocar la fibra del espectador, de invitarle a pensar también en determinadas situaciones y en qué paralelismos podemos encontrar hoy en día. Pero, además de eso, la obra está pensada también para divertir. Si no, no sería un cabaret, que lo es.

Que el ser humano es capaz de tropezar en las mismas piedras una y otra vez es evidente. Estamos en tiempos de corrección política, también dentro del humor, donde cada vez se habla más de la autocensura. Sin querer comparar épocas ni contextos, pero ¿estamos en momentos complicados para que la comedia pueda ser tal?

-Evidentemente no es comparable, en absoluto, aquella situación con la actual. Tendríamos que ir a regímenes totalitarios para poder comparar. Pero, sin embargo, es obvio que está habiendo una evidente involución en cuanto a la libertad. Hay dos tipos de censura. Por un lado, está la pura y dura, la gubernamental, que había desaparecido. Quienes vivimos los años 80 del siglo pasado vemos el tipo de cosas que se están censurando ahora y nos llevamos las manos a la cabeza. Vamos hacia atrás y además a pasos agigantados. Y luego está lo que decías, la autocensura. Es curioso porque la censura institucional casi siempre ha venido de mano de gobiernos de derechas. Pero luego está esa autocensura no escrita que en muchas ocasiones viene de entornos de la propia izquierda. No es una discusión o un debate para desarrollarlo y zanjarlo en una entrevista porque es un tema que da para mucho. Hombre, es evidente que hoy hemos mejorado en determinadas cuestiones. Por ejemplo, parece que hemos entendido que no se puede hacer humor para reírse del débil. Se me ocurre ahora lo que no hace tanto se llamaban los chistes de mariquitas, para que nos entendamos. En ese sentido, puedes decir: bueno, algo hemos avanzado. En la obra de teatro hablamos de esto, de cómo hay un humor honesto y un humor vil, que es el que se ríe del débil. Lo que pasa es que a veces también nos pasamos de frenada y no sabemos exactamente dónde quedan ciertos grados de espontaneidad y de libertad. La de la autocensura es una discusión peliaguda. Respecto a la censura institucional creo que no hay mucho debate. Es una involución evidente. Pero con respecto a la autocensura, ahí sí que veo una discusión que da para mucho en la que te puedes poner de un lado o del otro con bastante facilidad. Es complicado, sobre todo porque ambas censuras se están dando ahora al mismo tiempo.

En esta obra, una vez más, hace de autor, director, intérprete...

-Bueno, en la dirección estuve en el arranque pero en el momento en el que me puse a interpretar lo dejé todo en manos de Jokin. No tengo necesidad de acaparar todo (risas).

Y productor porque, al fin y al cabo, Tartean no deja de ser la criatura empresarial que comparte con Oregi y Mikel Martínez. Desde esa faz, ¿cómo se mira al futuro más inmediato para intentar garantizar la supervivencia artística y económica del proyecto?

-Es una pregunta muy difícil de responder porque el futuro se nos mueve a cada momento. Estamos en arenas movedizas. Es difícil planificar y no digamos ya adelantarse a los acontecimientos para poder dibujar una estrategia para que no nos pillen las cosas desprevenidos. Son tantos y tan diferentes los escenarios que se pueden dar y que podemos imaginar, que hacer previsiones es imposible. Hay quien dice que nos tendremos que acostumbrar a vivir con lo digital, por ejemplo. Bueno, eso ya está inventado, se llama televisión y cine. Tampoco me parece una innovación. De todas formas, para mí sería una derrota si llegásemos a este tipo de conclusiones. ¿Qué hacer? Si a día de hoy, las autoridades no han sido capaces de decirnos si el curso escolar va a empezar y cómo dentro de dos semanas, imagina qué clase de proyección de futuro podemos hacer nosotros. Es un periodo muy delicado.