"y en verdad os digo, daos la palabra los unos a los otros y de esa forma encontraréis el camino hasta la certeza y después, más tarde que pronto, llegaréis hasta vuestro pasado y más allá, sin miedo y con voluntad, hasta lo que hicísteis. Porque si seguís el camino correcto, ese trayecto será idéntico al laberinto hacia el que os lleve lo que está detrás de este libro. Y sin que os deis cuenta, también podréis atravesar y entrar a lo que hay al otro lado del espejo. Lugar donde os espero. Que no os quepa duda.
Lo que la raza humana ha hecho con miles y miles de hábitats, tú, el que recibes este mensaje, junto a otros que en este momento lo acaban de recibir también, lo has hecho con un hábitat determinado, con el tierno ecosistema de una persona.
Todo comenzó con la primera luna de gusano poco antes de este nuevo tiempo que llaman de cuarentena.
Y fue hace muchos años. Cuando éramos jóvenes. Más que jóvenes. Un poco más. Porque ya no éramos niños. Y yo entiendo que el no ser niños nos daba cierta conciencia minúscula, pero fuerte para saber lo que estábais haciendo, lo que me hicísteis.
No penséis que esto que os escribo a cada uno de vosotros está hecho desde el odio o desde el rencor. Esas tormentas en latitud desconocida ya las superé hace mucho tiempo, hace muchos otoños. Otras tierras del mundo han ido reclamando en mí los modestos esfuerzos que he aplicado a lo que soy, para que mi salud mental no sucumba a todo aquello.
Yo era como vosotros y siempre quise ser igual que vosotros. Y nada me impedía serlo porque si lo pensamos bien éramos todos tan parecidos. Cada uno con su determinado sueño, con su íntimo deseo particular, con sus placeres prohibidos, que no hace falta recurrir a Luis Cernuda para entenderlo, aunque sí, qué narices, recurramos a él en este instante, porque veces necesario es recordarle para entender cosas como esta, recurrir a ese poeta, porque en ocasiones la literatura cuenta más de la experiencia que lo que de la vivencia muestra el recuerdo€
Diré cómo nacisteis, placeres prohibidos,
como nace un deseo sobre torres de espanto,
amenazadores barrotes, hiel descolorida,
noche petrificada a fuerza de puños,
ante todos, incluso el más rebelde,
apto solamente en la vida sin muros.
Porque yo viví todo esto con el ambiente fresco de mi ecosistema tierno, en el momento más delicado de los esosistemas posibles que vivir pueda una persona tan persona como vosotros, dentro de aquella adolescencia nuestra.
No pienses, no penséis que ha sido fácil para el que os escribe contar todo esto para que vosotros lo recordéis, para que alguno de vosotros, o todos, podáis acercaros a lo que me ocurrió, lo que vosotros sin saber lo que hacíais me hicísteis. Y repito que no hay ningún impulso vengátivo por mi parte.
Me parezco un poco, aunque suene muy grandilocuente, al ecosistema que sin querer destrozó durante todo un gran siglo veinte la humanidad, y aún antes. Esa multitud de micromundos y microcosmos con seres infimos y microscópicos a los que obligamos a mutar sin querer para que pudieran sobrevivir en una pelea cambiante, para que mejoraran su existencia vírica.
A mí me ha pasado lo mismo. Mis mutaciones, mis metamorfosis a partir de lo que me hicísteis, han resuelto a base de terapia, dendritas rebeldes que vuelven a su lugar, circunvoluciones cerebrales que consiguen plegarse con dolor de nuevo sobre el daño, como el trapo que tapa un arroz al que le falta menos vida para tener mucha más vida en la boca del que lo saborea una vez puesta la mesa. Todo esto y muchas más cosas que seguro recuerdas, que seguro recordáis, aunque ahora mismo tu mente, vuestra mente, no encuentre los mojones del camino montañoso hacia ese inhóspito lugar del que os hablo.
Porque teníamos catorce, quince años. Y nadie se merecía lo que vosotros creísteis que yo debía merecer. Por eso mismo.
Y todo esto ha hecho que sea yo quién hoy en día soy, para que, tras mucho esfuerzo: dos intentos de suicidio, horas y tardes y pasta de psicólogo, alguna servidumbre variada nunca deseada, haya podido sobrevivir.
Todo esto que os desconcierta, eso espero al menos, y que de alguna manera os dejará descolocados, no es un desafío a vuestra voluntad, ni tampoco un reproche. Todo esto es tan solo la imagen de alguien que sabe que su cuerpo tiene cinco flechas que le atravesaron una vez y que el tiempo sanó, y con las que el tiempo se curó, y mediante aquello aprendió a vivir con esas heridas cicatrizando en su interior, como restos de una vida que nunca tuvo que empezar así.
No os digo nada más. Yo soy el autor de El silencio del virus. Supongo que antes de empezar a leer esto ya lo sabías tú, el que esto recibes. Encuéntrame. Sigue las claves del libro. Aquí están todas las migas de pan que necesitas para llegar a mi casa."
Landa, Unai, Eduardo, Juantxu y Jelen recibieron este mensaje a la misma hora de un vigesimosegundo de cuarentena. A las diez y cinco minutos de la mañana de ese día. Los cinco no lo leyeron nada más recibirlo. Cada uno lo fue leyendo cuando pudo. Para cada cual, el azar encontró su momento. Y cuando empezaron, aunque todos acabaron por leer ese montón de palabras de un alguien que envió este mensaje desde un número oculto, cada uno cuando lo vio, fue leído por cada uno a destiempo. Continuará...