Hay algo peor que idealizar el pasado, dice Tony Judt, que es olvidarlo. Olvidar es atentar contra el presente y contra nuestra propia memoria, por lo que supone de reincidencia en errores pretéritos. Pero como la historia de la humanidad se caracteriza por su condición cíclica, nada parece indicar que los tiempos actuales contradigan esta evidencia.

El horror del Holocausto es una tragedia que nunca debería repetirse, y para ello es preciso no olvidar. Los ciudadanos disponemos de armas contra la desmemoria. Hay en nuestras bibliotecas públicas libros que denuncian el terror de ese periodo. Testimonios como Sin destino, de Imre Kertész, o Si esto es un hombre, de Primo Levi, deberían ser lectura obligatoria para quien aspire a tener una conciencia moral íntegra, sobre todo para los políticos que con desigual fortuna nos gobiernan. Pocos documentos certifican con tanta veracidad las tropelías cometidas en la Europa del siglo XX. Ambos son lecciones éticas que instruyen en el desarrollo de un pensamiento crítico y en unos valores cívicos cada vez más precarios. A estos relatos imprescindibles se une ahora Ninguno de nosotros volverá, las estremecedoras memorias de la escritora francesa, y superviviente de Auschwitz, Charlotte Delbo. Un libro inédito hasta hoy en nuestra lengua que todos deberíamos conocer.

Sin embargo, las formas de violencia más evidentes solo son las formas de violencia más evidentes. Hay muchos métodos de humillación encubiertos, aceptados de manera natural en nuestras sociedades modernas. Siendo el exterminio de los judíos una manifestación espantosa de la sinrazón humana, hay crímenes soterrados en la actualidad que nadie denuncia.

No hemos de fiarnos nunca de las apariencias. La barbarie del presente no solo está en las noticias funestas que nos sirven los medios audiovisuales, sino revestida de normalidad en nuestro día a día. Está en la desvergüenza y arbitrariedad con que nos tratan nuestros políticos, en la dejación que sufren las personas desfavorecidas. Está en la ambición desmedida de banqueros y potentados, en el afán depredador de los directivos de las grandes empresas. Está en los métodos de adiestramiento y en la explotación de los trabajadores, en el servilismo de esos profesionales que -supuestamente- velan por nuestra salud y defienden nuestros derechos. Está en la psicología del miedo que, cual infalible sedante, nos inyectan desde las redes sociales y las tribunas públicas.

Las personas que hacen daño deliberadamente, las que ordenan la persecución del otro, las que -como Eichmann en la época nazi- ejecutan esas órdenes con la conciencia tranquila, no merecen el calificativo de torturadores, sino de asesinos en potencia. Hace un siglo existían los campos de concentración. Hoy en día, con sutiles decorados y en forma de guetos o presidios, siguen existiendo. Y nos siguen exterminando. Solo hay que abrir los ojos y mirar. A veces no hace falta un arma para matar. Basta un signo de aprobación. O una sonrisa.