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hace unos años el festival de Cannes dedicó su cartel a todas las Palmas de Oro acumuladas en sus muchas ediciones. En aquella cita, de aquel afiche, se obtuvieron dos conclusiones. La relación de todos los ganadores de Cannes esculpía una lista que recogía a casi todos los más grandes cineastas de la historia. Pero entre tantos nombres grandes, solo había una mujer: Jane Campion.
En Donostia esa relación no alcanzaría ni de lejos ese fulgor ni esa consistencia, pero este año, el Zinemaldia lo tiene fácil para hacer un buen pleno: podría dar su Concha de Oro a una trayectoria reconocida e importante sostenida por una gran cineasta.
En esta edición de nota media discreta -todas las películas se han movido entre el suspenso alto y el notable medio-, la programación nos ha regalado dos hermosos títulos que destacan por encima del resto. Hablo de cine de autor, de cine construido desde miradas singulares y reconocibles; de cine en el que se reconoce la piel, el estilo y la idiosincrasia de quien ha levantado el proyecto.
La tercera película poderosa y, sin duda, premiable en esta edición, la de Sorogoyen, se inscribe voluntariamente en una vía de formato menos “autoral”, más de alta producción sin que eso signifique que no exista voluntad de estilo, que sin duda la hay.
Los dos títulos más relevantes, arriesgados, extremos y coherentes de esta edición provienen de dos directoras descubiertas hace tiempo. Dos veteranas con mucho cine a bordo.
Una, chilena de nacimiento, Valeria Sarmiento, presentó El cuaderno negro, una celebración a una forma muy especial de hacer y vivir el mundo del cine anclada en el pasado: el folletín.
La otra, Claire Denis, francesa de origen aunque de raíces africanas en su proceso formativo, se abisma con High Life en el terreno pantanoso y minado de la ciencia-ficción desde una parcela que reniega del género para ensayar en algunas de las paradojas y contradicciones de la condición humana enfrentada a la amenaza de un futuro distópico.
Cualquiera de las dos levantaría una Concha de Oro capaz de restañar el silencio de tantas mujeres ninguneadas, que no llegaron a participar, y a tantos autores olvidados que pasaron por Donostia sin que el festival reconociera su trabajo.
En la pedrea buenos serán los premios que recaigan en algunas de las más osadas propuestas de esta edición que, como casi todas, en los últimos años, no parece tener favoritos claros.
Del cine español, entre la solvencia de El reino (dirección e interpretación masculina podrían ser premios merecidos) y la anemia cinamatográfica de Icíar Bolláin, oscilan ambos en clave menor, el Carlos Vermut de la afectada Quién te cantará y el Isaki Lacuesta de la alargada sin criterio ni necesidad, Entre dos aguas.
Personalmente, cómo se podría hablar si no, me alegraría ver premiados títulos como In fabric de Peter Strickland y Angelo de Markus Schleinzer. Incluso El hombre fiel, ese divertimento sensual y ligero de Louis Garrel estaría justificado. Tampoco sería preocupante que el palmarés se acordase del Brillante Mendoza de Alpha y del Naishtat de Rojo.
Pero lo verdaderamente decisivo en una edición que se ha hecho explícito el compromiso del Zinemaldia por el equilibrio de género y por la igualdad de oportunidades entre hombres y mujeres, sería que la Concha de Oro de 2019 fuera para una mujer.
No por el hecho de serlo, sino porque puede ser y sería una de esas directoras tan fascinantes, firmes, personales y rigurosas como Valeria Sarmiento o Claire Denis. Otro fallo, acabaría en despropósito.