Hay despedidas que por el desarraigo que evidencian y representan pueden explicar toda una vida. Alberto de Lacerda (1928-2007) vivió sus últimos años en unas condiciones económicas y domésticas ciertamente precarias, recluido en un diminuto apartamento donde había ido acumulando un sinfín de libros y revistas, pinturas y cartas: el botín más valioso de sus días.
Eterno exiliado de espíritu apátrida, el periplo vital del poeta es el de un nómada incorregible: nacido en Mozambique, a los dieciocho años se traslada a Lisboa, y de allí a Londres. Vivirá también en Brasil y ejercerá la docencia en varias universidades norteamericanas antes de fijar su residencia en la capital británica. En sus múltiples viajes tendrá la oportunidad de conocer, entre otros, a Octavio Paz y Anne Sexton y mantendrá una estrecha relación con poetas hermanos como Mario Cesariny y Sophia de Mello. Trabaja como traductor, periodista y locutor en la BBC hasta que se jubila de la Universidad de Boston en 1996. Muere, olvidado de todos, en Londres el año 2007.
La editorial Olifante, siempre sensible a la cultura portuguesa, nos regala ahora -cinco años después de la magnífica antología El encantamiento- uno de los libros de madurez de Lacerda: Elegías de Londres. Traducido como el anterior por Luis María Marina (que firmaba en aquel un excelente estudio prologal), ambas publicaciones forman un díptico imprescindible que supone la recuperación de una de las voces más sobresalientes de la lírica lusa del siglo XX, inédita en castellano hasta hace poco.
Si en las primeras obras del autor -recogidas en El encantamiento- primaba una poética basada en la elipsis y la abstracción, en la economía del lenguaje, en estas elegías londinenses hay un afán más discursivo (diríase casi narrativo) y una firme apuesta por la claridad y la transparencia. Si algo destaca en este libro y lo singulariza -por encima de todo- es su carácter abiertamente panteísta y su empatía con el sufrimiento humano. En él encontraremos evocaciones de la infancia, estampas amorosas, una visión pagana del mundo (Lo sagrado existe en todo / y no tiene nombre), vindicaciones libertarias (arrojado de continente en continente / sin patria / sin un hogar), denuncia de tropelías históricas, e incluso un recordatorio del genocidio nazi.
Poesía de la pureza y de la hondura, altísima en su sencillez expresiva, Alberto de Lacerda dejó en ella evidentes señales de su dicha terrenal (Soy feliz soy un balcón / a la orilla del mar extasiado, dice en Triunfo) y estas encendidas palabras celebratorias rescatadas de sus diarios: “Nadie podrá quitarme la sensación de gloria de tantos momentos de mi vida. En medio de mil atrocidades y sufrimientos, hubo en mí esa felicidad de estar -como creador y espectador- en el centro del tiempo y del espacio. Una auténtica sensación de gloria que me cubre de lágrimas y me obliga a ponerme de rodillas ante la eternidad”.