ry Cooder, leyenda de la música estadounidense, ha vuelto cuatro años después de su último disco con The prodigal son (Concord Music), un álbum que aúna crítica política a través del espíritu del eterno Woody Guthrie con una incursión en el legado espiritual de la música de su país, que no religiosa, a ritmo de gospel, folk y r&blues. Son canciones que “parecen hablar de una búsqueda”, explica.

El bardo estadounidense es una leyenda que ha firmado incontables obras maestras ligadas a la música de raíz, las bandas sonoras (especialmente la de Paris, Texas) y sonidos ajenos como el cubano a través de Buena Vista Social Club (que propulsó entre el público occidental a Compay Segundo, Eliades Ochoa, Ibrahim Ferrer...) y el africano en su colaboración con Ali Farka Touré.

Más de medio siglo avala la inmensa influencia del músico de Santa Mónica, que en los últimos años había editado una serie de discos con cierto aura conceptual y aspiraciones sociales (Chavez Ramirez, My name is Buddy y I, flathead) hasta que Cooder evidenció su alma izquierdista y antirrepublicana con Election special, colección en la que animaba a votar a favor de Obama.

Cooder vuelve ahora orillando su vertiente más política pero, al mismo tiempo, dotando de pegamento conceptual a The prodigal son, un creíble y delicioso repertorio repleto de espiritualidad en el que alterna clásicos populares famosos a través de Blind Willie Johnson, Carter Stanley o William Dawson, con varias canciones propias de corte más social y político. Y el resultado no se resiente.

El álbum, grabado en Hollywood y producido por el propio Ry y su hijo Joachim, suena más estadounidense que la comida rápida. Y deja mejor estómago. El repertorio ofrece “una historia”, explica su autor, “un bello contexto” que parece ligado a la búsqueda; la de viejos blues espirituales que sirven para documentar su país en 2018. Lo hace aproximándose a viejas canciones “de manera abierta” para que sean escuchadas “en un contexto nuevo” gracias a una grabación espontánea, a toma única y con la voz en directo.

Nada religioso Cooder se adentra en este repertorio espiritual desde la visión de un hombre no religioso, de quien ve en estas canciones “reverencia”. Ese es el objetivo que persigue en el oyente, que entre en un estado de respeto ante estas viejas tonadas espirituales que Cooder torna accesibles por su capacidad melódica y las voces de Terry Evans (que murió poco después de la grabación) Bobby King y Arnold McCuller, que conforman un coro celestial.

Muy bien ayudado por su hijo, cada vez mejor batería y autor de unas ambientaciones y efectos que acercan al presente el repertorio, Cooder alterna las sonoridades acústicas (en el blues fantasmal Nobody’s fault but mine, con ecos de Paris, Texas, o en el bluegrass Straight Street) con la electricidad r&b de Shrinking man o el propio The prodigal son. Entre ambas, se elevan magníficas recreaciones de gospel en Everybody ought to treat a stranger right o I’ll be rested when the roll is called. Y resaltando entre todas asciende el lirismo calmo de Harbor of love.

Gentrificación y unidad El agnóstico Cooder se enfanga con pasión y respeto en piezas de arqueología espiritual en cuyos versos se deslizan la Biblia, la parábola del hijo pródigo, Satán, el reino de los cielos, Buda... En temas como You must unload, le sirve también como dardo contra esos millonarios cristianos “amantes del dinero que se niegan a pagar su parte”. Esa munición izquierdista la amplía en los temas propios. En Gentrificación, sobre un loop con silbido que remite a los ruidos de la construcción y un aire exótico, entre latino y africano, critica la especulación inmobiliaria (”el aburguesamiento está aquí”) y en la folk Jesus and Woody, invoca al maestro, a Guthrie, y le pide que vuelva con su poesía y guitarra ante “la guerra en marcha” de Trump, dominada por la destrucción, el odio y el dolor. Recuerda la vieja tonada This land is your land y recuerda que Woody era “un soñador”. Como el viejo Ry Cooder, que pide unidad si el pueblo quiere tener “una oportunidad”.