MADRID. Aquel día, a comienzos del siglo al que llamamos "de Oro", el XVII, don Miguel de Cervantes debía de tener un ataque de nostalgia; también puede ser que acabara de releer la obra de Jorge Manrique, con especial énfasis en lo de "cómo a nuestro parecer/cualquiera tiempo pasado/fue mejor".
No, no era el Siglo de Oro para el autor de "El Quijote"; en el capítulo XI de su primera parte (recuerden que se publicó en 1605) el hidalgo endilga a unos cabreros un discurso cuyo comienzo es bien conocido: "Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron el nombre de dorados". Ese "quien" chirría, pero así lo escribió don Miguel.
Que añade: "a nadie le era necesario para alcanzar su ordinario sustento tomar otro trabajo que alzar la mano y alcanzarle (lo siento: el flagrante leísmo está en el original) de las robustas encinas, que liberalmente les estaban convidando con su dulce y sazonado fruto".
Bellotas. Y bellotas de encina, no de roble, alcornoque ni quejigo. Tengo que decir que jamás he probado una bellota; en mi tierra natal, Galicia, los árboles totémicos no son, aunque lo parezcan, el pino ni el eucalipto, sino el roble (carballo), castaño (castiñeiro) y nogal (nogueira). Y, la verdad, teniendo a mano, como decía don Quijote, castañas y nueces, ¿a quién se le iba a ocurrir comer bellotas, por muy de roble que fueran?
A finales del siglo XIX, Ángel Muro dedica unas líneas, en su "Diccionario de Cocina", a la bellota, de la que lo mejor que dice es que "es un alimento muy sano para el ganado de cerda". Eso es todo.
Hoy, la bellota forma parte de un mito, y decir de un jamón que es "de bellota" es lo máximo que se puede decir de un pernil de marrano.
Dejemos las bellotas, porque es tiempo de castañas; dentro de nada, ya mismo, mis paisanos harán sus magostos, voz que el Diccionario define como "hoguera para asar castañas cuando se va de jira, y especialmente en la época de la recolección de este fruto". O sea: ahora. Castañas que se asan sobre la clásica placa agujereada, tras haberles dado un corte en su piel exterior.
Castañas que todavía se pueden comprar en las ciudades, cuando vuelven las castañeras; esas castañas asadas, bien calientes, que antes de ser comidas cumplen su misión de, en el bolsillo del abrigo, calentar las manos del comprador. Algo ciertamente entrañable, que todos tenemos entre nuestros mejores recuerdos infantiles.
Vuelvo a Muro, que tras afirmar que "en España tienen fama las castañas de Galicia", hace su apología: "Es postre obligado en las mesas modestas y sirve en la alta cocina para sopas y guarniciones, pero es más empleada en la calle y en los paseos, en donde la comen, asada y cocida, chicos y grandes".
Pero lo matiza a continuación: "El manjar que sirve para el alimento de personas y de animales en países pobres y que es modesto comestible en las grandes ciudades, ha sabido vestirse de gala e imponerse para alternar con las cosas de comer más caras". Se refiere, claro, al marron glacé, golosina en la que Galicia también ha sabido imponer su calidad.
Cuenta Muro que el marron glacé se pagaba, entonces, a cuatro o cinco pesetas la libra. En esa fecha, un capón no llegaba a cuatro pesetas la pieza, que era el precio de un kilo de solomillo. Y las ostras ("nada menos que de Arcachon", dice Muro) se pagaban a peseta la docena.
No hace falta llegar a esas alturas para disfrutar de las castañas; basta con encontrar, en la esquina y momento adecuados, a la clásica castañera, aunque cada vez haya más castañeros. Por otra parte, un puré de castañas es una espléndida guarnición para platos de caza: las castañas y las becadas vienen en las mismas fechas.
En Galicia, los cerdos, siempre domésticos, siempre viviendo "en casa", no comían bellotas. No había encinas. Pero comían muy bien: se cocinaba especialmente para ellos, incluso se plantaban para ellos hortalizas que los paisanos jamás llevarían a su mesa. Y, desde luego, aquellos cochinos, de capa blanca, comían castañas.
De esos puercos salían jamones, claro que salían. Alabados por el propio Muro, y por Alejandro Dumas. Jamones, en buena parte, de castaña. Hoy va resurgiendo ese jamón, que quiere sacudirse la dictadura de la bellota.
Hay quien los elabora con cuidado y sabiduría, y consigue un producto excelente, muy valorado por los connaisseurs. Si tienen ocasión, ni lo duden.
Pero, mientras, ya pasó Todos los Santos y tenemos encima a San Martín; si los frentes atlánticos siguen llegando, hará un tiempo perfecto para salir en busca de la castañera y disfrutar, al tacto y al gusto, de uno de los mejores productos del otoño tardío: las castañas.