MADRID. La escena se repite miles de veces cada día en los restaurantes y casas de comida de España: el camarero pregunta si los comensales van a tomar postre, y uno, varios o todos ellos le contestan "a mí traígame un cortadito".
De esta forma, el café cortado se ha convertido en uno de los postres más populares de nuestro país, al menos fuera de casa. Averiguar por qué tanta gente renuncia al placer del postre y lo sustituye por una tacita de café nos llevaría muy lejos; pueden entrar motivos dietéticos, psico-económicos...
Julio Camba, que ejercía de gallego mucho más que un servidor, tal vez dijera que, de ese modo, un café negro, que no tiene nutrientes, se convierte en algo alimenticio, al añadirle, además de los hidratos de carbono del azúcar, las proteínas de la leche.
A mí me gusta el café cortado. Desde siempre. Desde antes de que dieran un café decente en la mayor parte de las cafeterías: el toque de leche, que entonces era leche-leche, sin manipulaciones, daba una cierta homogeneidad al brebaje. Además, lo enfriaba un poquito.
Un café cortito, negro, con un chorrito de leche; el Diccionario, lacónico, lo define como "café con muy poca leche" Se trata apenas de manchar el café con un poquito de leche, lo que hace que en Italia un cortado sea un caffè macchiato, que no debe confundirse con un latte macchiato que es todo lo contrario: leche con una insinuación de café (la palabra leche, en italiano, en francés y en gallego es de género masculino).
Los franceses aluden al color que toma la combinación, y le llaman café noisette, café avellana. En cuanto a los ingleses, si ustedes quieren tomarse un cortado en Londres adopten el lenguaje del té y pidan a drop of milk (una gota de leche) o a cloud of milk (una nube de leche). Les entenderán mucho mejor que si se meten en explicaciones.
Hoy, además, hay todo un arte decorativo aplicado al café cortado: con la espuma de la leche, que le da un cierto carácter de capuccino, profesionales habilidosos dibujan los más diversos motivos en la superficie del líquido. Le dan a uno un cortado que da pena estropear revolviendo el azúcar con la cucharilla.
El cortado tras, o en vez de, el postre ha venido a sustituir a la sacrosanta trilogía de la sobremesa española, herida de muerte por nuestras autoridades (nacionales, continentales y planetarias): café, copa y puro. La de los tiempos malos, con café de puchero, aguardiente casero y cigarro sin anilla, y la de los prósperos, con un buen ristretto, un pure malt y una vitola cubana.
Hay que resaltar su carácter de brebaje de sobremesa. El resto del día, lo que manda en las barras y terrazas madrileñas es el café con leche, aunque tratar de publicitarlo hizo que se pusiera a la anterior alcaldesa de Madrid como no digan dueñas. Café con leche con porras, a primera hora; con tortilla, a segunda; con lo que sea, por la tarde.
Era la bebida de los poetas que acampaban cada tarde en un café a la espera de que alguien les financiase ese sencillo vicio; léase 'La Colmena', de Cela, o véase la película de Mario Camus sobre esa novela. Aquí sí que cabría sospechar que ese café con leche era una de las pocas fuentes de proteínas animales que tenían estos eternos aspirantes a ganar unos Juegos Florales.
Hablando de azúcar, hace muchísimo tiempo que no veo un terrón de azúcar. Hoy todo son sobrecitos o, en los sitios de alta gama, azucareros con distintos tipos de azúcar, entre los que hay cristales, pero no los preciosos e incitantes terrones de antes, cuando a uno le preguntaban eso de "¿cuántos terrones le pongo?". Camba cuenta que un invitado contestó a la pregunta afirmando que cuando el café era bueno lo le ponía azúcar, para, tras probar el que le dieron, pedir "seis o siete terrones". Por cierto: el Diccionario llama a estos terrones azúcar de cortadillo. ¿Ideales para un cortado? No es esa la intención de la Academia, pero queda bonito.
Hoy nuestros cortados son muy bonitos, pero flaquean en componentes. Ciertamente, si lo pedimos descafeinado, y con sacarina (llamamos así a cualquier edulcorante, la verdad), es responsabilidad nuestra; la leche ya lo es de quien nos lo hace. Porque, en el bar, ¿a que usted no sabe con qué tipo de leche le hacen el cortado? Voy más allá: ¿a que, además, le trae sin cuidado saberlo?
Pues eso: descafeinado con sacarina y leche desnatada. Lo que los castizos llaman "un desgraciao", en este caso de bolsillo. O sea: un cortado en el que, de alguna manera, asoma la picaresca española del uso del sucedáneo, pero presentado de una manera muy atractiva.
Y, si hablamos de picaresca, no nos queda más remedio que pensar en los huéspedes habituales del sevillano patio de Monipodio, donde se desarrolla la mayor parte de la ejemplar novela cervantina que lleva por título, ya ven ustedes qué casualidad, "Rinconete y... Cortadillo". Como el terrón de azúcar. Como nuestro café-postre con diminutivo cariñoso, aunque inusual.