El apóstata, Bakemono no ko y High-Rise, los tres títulos a concurso ayer en la Sección Oficial, más allá de sus virtudes particulares, ofrecieron, en esa jornada vertebral en la que son ya más los días que han pasado del festival que los que faltan para acabar, un ilustrativa cartografía de los límites extremos en los que bucea titubeante el comité de selección del Zinemaldia para acotar un territorio impreciso que no termina de definir su naturaleza.
El primero es un humilde y bien hilvanado producto de cine de bajo presupuesto y mucha amistad, dirigido por un cineasta uruguayo afincado en el Madrid de Podemos donde sobrevive un puñado de jóvenes autores que llevan años reivindicando un poco de aire para las nuevas miradas. El segundo responde a un buen director de anime japonés, tal vez el cineasta más activo y prolífico de estos momentos, y su película se mueve bajo el pentagrama habitual del cine nipón especializado en esa línea clara en la que Miyazaki aparece como la máxima referencia. El tercero viene de la mano de un enfant terrible del cine británico, un hombre que podría haber sido apadrinado por Terry Gilliam y Ken Russell y que como ellos, hace un cine excesivo y terminal.
Si en lugar de competir en este festival hubieran estado en Sevilla, Sitges y Gijón respectivamente, probablemente los tres serían vistos de otra manera. Pero han venido al primer escaparate del país, donde más de 7 millones de euros de presupuesto los miran y, desde este púlpito, los tres parecen tener problemas para (con)vencer los niveles críticos que aquí se estilan.
Empecemos por el más exótico, el más alejado, Bakemono no ko/The Boys and The Beast del maestro Mamoru Hosoda. Estamos ante dos horas justas divididas en cuatro tiempos y que transcurre en dos mundos. Dos horas para articular un cuento bello y terrible en el que se relata un doble proceso de iniciación y aprendizaje. Comienza a lo grande, como Bambi; con la muerte de una madre que deja un huérfano. Un niño que desea reencontrarse con su padre, divorciado de su esposa muerta y al que las leyes no le dan la custodia.
Kyuta, el de los nueve años, de ahí viene su sobrenombre, rechaza el mundo humano y alberga en su pecho una mancha negra hecha de frustración y resentimiento. Como en El viaje de Chihiro, este joven protagonista acaba viviendo en un mundo paralelo, un mundo de bestias donde una en particular se convertirá en su maestro, compañero, padre y fuente de todos sus problemas.
En el cine japonés, a diferencia del occidental, la originalidad cotiza menos que la perfección; la sorpresa vale menos que la coherencia y lo que realmente importa descansa en la precisión interior de la obra. Hosoda, autor de La chica que saltaba a través del tiempo (2006); Summer wars (2009) y Wolf Children (2012), aparece como una figura especialmente relevante. En un campo en el que nombres ya legendarios como Otomo, Kawajiri, Hideaki Anno y Mamoru Oshii, espacian mucho sus películas, él produce con regularidad y consistencia. En Bakemono no ko, Hosoda vierte buena parte de su universo en el que no faltan préstamos, modos y formas de algunos de los artistas citados. Pero es en Ghibli donde, de manera más obvia, el espectador no iniciado creerá ver influencias que solo lo son de manera de superficial. Su carga de profundidad estriba en una dimensión muy distinta.
En este relato aleccionador de fantasía y aventuras, que homenajea a Moby Dick con secuencias sobrecogedoras, y que cultiva dos personajes cuya amistad-rivalidad depara relámpagos de alta emotividad y de más alta ternura, asistimos a un notable ejercicio de anime de muchos kilates y enorme pericia. Fascinante, vibrante y, generosamente larga, se trata de una magnífica obra que de aquí, probablemente, saldrá malherida.
A la sombra de Cronenberg y con la ayuda de Ballard Ben Wheatley pasa por encabezar la avanzadilla de un cine british dispuesto a mantenerse fiel en el wild side de la vida urbana. Esa orilla donde habitan los jóvenes airados y en donde las atmósferas son turbias. Aquí se habla desde la orilla que sembró la semilla del punk, la que se siente a gusto entonando canciones sobre el apocalipsis y la distopía. En High-Rise, cuyo argumento nace de la novela homónima de J. G. Ballard, Rascacielos (1975), Wheatley se dedica a recrear una metáfora sobre la descomposición de la sociedad capitalista. Un relato terrible y empecinadamente setentero, al que el director británico responde recuperando aquella estética.
Lo que cuenta Ballard e ilustra Wheatley, gira en torno a un rascacielos convertido en paradigma. En las alturas viven los poderosos; en la zonas más oscuras, las clases menos adineradas. El protagonista, el doctor Laing, apellido que nos lleva a evocar al psiquiatra escocés creador de la teoría de los esquizógenos, es una eminencia que acaba de mudarse a un moderno edificio en el que progresivamente se vivirá y morirá en un irremediable proceso crepuscular.
Wheatley, coloca en la parte suprema de esa torre-ciudad a un Jeremy Irons en una elección que no es ajena a homenajear a Cronenberg y su capacidad para alumbrar sociedades enfermas. Recordemos que uno de los títulos más relevantes y polémicos de Cronenberg fue Crash, película inspirada por la obra homónima de Ballard escrita dos años antes que High-Rise.
Con la mirada puesta en lo que aquello significó, Wheatley se lanza a tumba abierta a organizar un infernal jardín de las delicias donde el delirio, la promiscuidad, la violencia y la locura todo lo preside, todo lo envilece y todo lo arruina.
Lo discutible de la opción de Wheatley es que, para dar pie a todo ello, la misma película acaba sumergida en una espiral de escaso sentido y discutible interés. Poco a poco, a fuerza de reiterarse en la alucinación y el disparate, lo que aparece en la pantalla carece de atractivo, especialmente si se han visto y se recuerdan los modelos de partida de los que se sirve esta película.
El club de nunca saldrás Una anécdota mínima da lugar a un filme más que interesante. Su pretexto argumental viene explicitado en el título. El apóstata sigue las peripecias de un iluso universitario profesional, empecinado en no aprobar Filosofía, que un buen día decide darse de baja de la Iglesia Católica. Su deseo entra en un tormentoso proceso kafkiano cuando visita a visita, instancia a instancia, comprende que de la Iglesia no se sale fácilmente y que apostatar resulta extraordinariamente difícil.
Ese arranque que critica la burocracia vaticanista y que ni entra en cuestiones anticlericales ni le apetece desmontar nada, salvo reiterar que la libertad de recuperar el derecho a no formar parte de la sociedad católica sale cara, pronto se descubre como un ensayo lleno de matices y preguntas. Federico Veiroj parece haber heredado ese sentido del humor uruguayo que se emparenta tanto con el Helsinki de Aki Kaurismaki, como con el Luis Buñuel de las humoradas irreverentes hechas de surrealismo y cotidianeidad.
Para esta pequeña travesura que apenas dura 80 minutos, Veiroj ha contado con un plantel de excelentes colaboradores delante y detrás de la cámara. Con ellos, su liviano relato alcanza sus objetivos con encomiable frescura. Parece poco pero no lo es, pero eso no significa que lo que es le capacite para ser aceptada como una gran película. Esa es la paradoja de El apóstata. Una suerte de entremés en medio de una programación, la de este año, que resulta extraña, muy extraña.