Es imposible resumir su trayectoria profesional en unas pocas líneas. Primer bailarín de la Ópera de París... director del Ballet del Théâtre du Capitole, el Ballet Nacional de Venezuela o el Ballet del Théâtre des Arts de Rouen... premio Nijinski y Caballero de la Orden de las Artes y las Letras de Francia... Son tantos los momentos, nombres, galardones y escenarios que se agolpan en el camino de Juan Giuliano, que resulta hasta extraña su cercanía, amabilidad, sencillez y simpatía. Nunca bailó en la capital alavesa y sin embargo en ella se encuentra a lo largo de estos días para ofrecer una semana intensiva de clases magistrales en el Conservatorio de Danza José Uruñuela.

Desde hace años, el bailarín, coreógrafo y director argentino está volcado también en su papel pedagógico, una labor incansable que en Vitoria desarrolla tanto con alumnos y alumnas como con el claustro del centro, aunque Giuliano apunta que “con los profesores no tengo clase, tengo conversaciones”. Como lo ha hecho siempre, en estas jornadas “no enseño nada, trato de despertar lo que ya se tiene. El ser humano es rico, nace sabiendo pero hay que recordárselo”, por eso, “lo primero que me interesa es qué tipo de calidad tiene el ser humano que está delante mío. Si no tiene las calidades que corresponden a lo que considero que tiene que ser un artista, me quedo con las ganas porque aunque le trate de dar, sé que eso va a rebotar”.

Por eso, cuando le propusieron venir al conservatorio “les comenté: voy, pero si no encuentro el contacto que me gusta con los seres humanos, me vuelvo”. Pero no se ha marchado. Ni mucho menos. “Podría decirse que con mi edad, dando tres horas de clase por la mañana y dos horas de conversación con los profesores, tendría que estar cansado. Pero para nada. Les grito un poco, pero no me canso. Me responden bien. Y tienen una cosa que es muy importante, escuchan y oyen, que no es lo mismo”, apunta Giuliano, consciente de que el conocimiento no sólo necesita ser trasmitido, también digerido y eso a veces lleva tiempo. “Mi mayor deseo es que estos días sean intensos para ellos y ellas, que le den tiempo a muchas cosas para hacer la digestión. Me sucedió cuando tenía la edad de ellos, recibí paquetes de cosas que no entendía. Un día, una de mis maestras, Bronislava Nijinska, me dijo: aunque no lo hayas entendido, te pido una cosa, no lo olvides”.

Ella era una mujer de “una inteligencia increíble” de la que aprendió no pocas enseñanzas, también a ser buen maestro. “La última vez que nos vimos, me la abrazo y le digo: señora, gracias. Y me dice: no, las gracias las voy a recibir yo el día que tus alumnos te digan gracias”.

En el caso de su estancia en la capital alavesa, la verdad es que los y las estudiantes del Uruñuela no se quieren perder ni la conversación de DNA con Giuliano. En silencio y con máxima atención siguen cada palabra. Y a ellos y ellas, este hombre “de ochenta abriles”, les explica que “lo primero que me enseñaron como bailarín es que cuando uno sube al escenario no es para engañar al público. Cuando uno se permite subir a un escenario, respeta al público. Y lo más lindo de un bailarín es que por donde has ido la primera vez, te pidan volver”.

Confiesa, además, que desde 1947 lleva un archivo donde apunta el nombre del país, de la ciudad, del teatro, del ballet, de la persona con la que bailaba y la fecha de cada representación. Un diario que le dice, por ejemplo, que sólo en el continente europeo y como primer bailarín, realizó 2.998 representaciones a lo largo de su carrera. “Claro, así que la gente me dice que comprende que tenga las rodillas cansadas”, ríe.

Carácter De todas formas, no quiere oír hablar de descansar. “Estaba con la persona que me operó del corazón y me dijo: usted no piensa un poco en la jubilación. Doctor, la jubilación es para la gente que ha estado trabajando en lo que no le gusta. Yo no he trabajado nunca porque toda mi vida he hecho lo que he querido”. Y no ha sido poco.

Empezó acompañando, después de que su familia se trasladase a Buenos Aires, a su hermana a clases de baile. Un día, sentado al lado de su maestro se le escapó un “qué huevona” tras cometer ella un pequeño fallo. “El profesor me dijo: ¿por qué la llamas así? Porque la boluda se equivocó. En vez de tener la pata derecha delante tenía la izquierda. Y se me quedó mirando y me dijo si quería hacer yo también clase. Pero en aquella época, ser bailarín en la escuela era...”. Su primer maestro, eso sí, encontró la solución rápido. Encima de su clase había otra donde se enseñaba yudo “y si en la escuela alguien te joroba, ya sabes”.

El siguiente paso fue el Teatro Colón. Allí “estábamos cuatro compañeros que éramos tremendos porque donde había un lío, ahí estábamos nosotros. Pero nos perdonaban porque trabajábamos mucho. Los ocho años de escuela los hicimos en tres porque para estar tranquilos, los profesores nos dejaban trabajar la clase siguiente”. Les llamaban los mosqueteros y los cuatro terminaron siendo primeros bailarines. Sin embargo, Giuliano no se quedó. Uruguay, Brasil, Estados Unidos y después Europa marcaron su senda.

Con la Ópera de París regresó 15 años después de su marcha al Colón. El conserje no le conoció. Tampoco la celadora, “una mujer bellísima” a la que los mosqueteros le habían hecho pasar más de una. “Margarita, ¿le voy a tener que volver a tocar los senos como hacíamos cuando estábamos aquí?”, le preguntó. Otra cosa fue su primera profesora. “Ella estaba en clase, se paró, me miró entrar y por mi manera de caminar, me reconoció”.