Meta en la coctelera una buena base del espía más famoso de todos los tiempos, el que estaba al Servicio de su Majestad... James Bond. Luego, añada una pequeña pero sustancial cantidad de Superagente 86. Derrame también unas cuantas gotas de Los vengadores y finalmente, ya a discreción, para evitar sabores añejos, rocíe todo con referencias contemporáneas. Puede sacarlas echando mano del hacer de Guy Ritchie de Lock&Stock. Y no olvide acudir al espíritu irreverente del Arma fatal de Edgar Wright y sus incursiones zombies con Simon Pegg. El resultado: una estupenda comedia tan británica como lo era el impagable espíritu Ealing de los años 50.

Porque no es gratuito ni casualidad que todos los referentes utilizados sean cien por cien británicos. Y es que, como los cuadros escoceses y el té de las cinco, este filme ha sido alimentado por la flema inglesa, esa que atraviesa a Mathew Vaughn. Director de Kick Ass (2010) y X-Men: primera generación (2011); Vaughn posee un historial sorprendente. “Hijo legal” (aunque tardó en ser reconocido) de Robert Vaughn, el Napoleón Solo de El agente de CIPOL y marido de Claudia Schiffer, este atípico realizador evidencia un vertiginoso sentido del humor y del ritmo.

Kingsman parte de la adaptación de una novela gráfica y es que, el historial de Vaughn, aparece siempre ligado al mundo del cómic. Con ese suministro arrancado del universo propio de los tebeos, Vaughn nos depara un frenético tour de force por el sinsentido y el humor. El filme se abre con un preámbulo explicativo para encarar un presente distópico. Un multimillonario extravagante planea algo para el mundo y en el mundo, una organización independiente de poderes políticos y nacionales, se cruza en su camino.

Con este abracadabrante argumento, Kingsman se pasea por el viejo espíritu cartoon sesentero y no disimula su querencia por la irreverencia y lo incorrecto. Algo de los Monty Phyton también hay es esta incursión capaz de fundir acción con humor, ironía con diversión. Cine teenager, irreverente y gamberro para recuperar el placer de disfrutar como niños más allá de la edad y el tamaño.