En el cine, como en la selva, cada uno se conduce como su ADN le permite y la Naturaleza le faculta. Hay cineastas que se internan en la espesura del relato a pecho descubierto, sin arma alguna, dispuestos a mancharse con tal de encontrar algo que merezca la pena. Suelen vestir las ropas equivocadas, escogen los peores caminos y ascienden por las aristas más escarpadas. Nunca salen indemnes pero, cuando terminan, su aventura no se olvida. A ese género pertenecen gentes como David Lynch o como Víctor Erice, eternos buscadores insatisfechos que, con frecuencia, reniegan de su obra; obra que se sabe eternamente rota pero siempre de calidades extraordinarias.
Hay otros que, sin llegar al abismo, lo invocan y lo habitan en una fantasía extrema y en ella, lo insólito, lo inesperado empapa sus sueños de un barniz único. Son fabuladores como Wes Anderson, peterpanes de edad incierta como Burton, provocadores en pie de guerra como Carax.
Están los entusiastas, devoradores de películas, mitómanos enfebrecidos que como Tarantino, como Nolan, como Fincher... que, salvo en Hitchcock, no creen en nada, pero actúan como si no lo supieran. Lejos de todos ellos hay una tipología de directores que suelen ganar premios y con frecuencia alcanzan el favor popular. A diferencia de todos los anteriores, nada hay en ellos de extraordinario. Todo responde a un cálculo previo. No hay riesgo ni improvisación. Aparentan densidad pero solo aportan una saturación de referencias. Paul Haggis responde a ese modelo. De hecho, En tercera persona puede verse como un muestrario de su manual de instrucciones y uso.
El filme arranca y concluye con un “mírame” y lo que tiene que ver el hipotético espectador/a no es sino la desesperación de un escritor acosado por los fantasmas del éxito. A lo largo de 136 minutos, la pantalla se mezcla de personajes reales y ficticios. Los segundos son prolongación imaginaria de los primeros creados por ese escritor (alter ego del director) y acosado por la culpa y el extrañamiento.
Haggis, guionista de los últimos 007 y colaborador de Clint Eastwood, irrumpió en 2005 con un filme contundente: Crash. Una obra coral de historias cruzadas motivadas a partir de un accidente de circulación, análogo pretexto al que también acudió otro director como Haggis, que nunca da puntada sin hilo; ni se deja la piel en las historias que cuenta: el Iñárritu de Amores perros.
Haggis, como Iñárritu, posee alto oficio y una ambición insaciable. Lo primero se hace palpable simplemente contemplando cómo mueve la cámara, como selecciona el casting, cómo escoge los temas. Lo segundo se evidencia en detalles apenas perceptibles como la falta de memoria de sus criaturas, ese leve gesto que les hace comportarse como marionetas sin alma. Haggis, volviendo al comienzo, no se interna en la selva; no avanza por caminos desconocidos; no hurga en la soledad de sus personajes a los que siempre trata como mercancía de seducción. En su lugar hay suposiciones y un artificial enredo creado por acumulación de material, nunca por la complejidad de sus emociones. Así, En tercera persona mezcla escenarios, Nueva York, Roma, París, y niveles de realidad. Encadena un juego de azar y destino construido para provocar un espejismo: el de la sensación de que habla de cosas que importan cuando es evidente que lo único que le obsesiona a este escritor, no es su amante, ni su mujer ni sus circunstancias. Es la apariencia de calidad y el hambre de éxito. Haggis, como Iñárritu, no es un cineasta; es un director. Él ni crea ni compone, eso sí, ejecuta y dispone.