el éxito nubla la mente y la ambición destruye el talento. De lo segundo, de talento, mejor no hablar porque en Samba brilla por su ausencia. Pero fue el caso que Eric Toledano y Olivier Nakache arrasaron con Intocable, un filme que se ganó al público conjugando dos verbos de eficacia probada. Uno, el de la solidaria reivindicación, el del guiño hacia protagonistas con sufrimientos o mermas; gentes postradas o impedidas a las que en el mundo real no se mira, pero que emocionan mucho cuando su sufrimiento se proyecta en un primer plano. El segundo ingrediente, de efectos imparables, se debe a las actitudes políticamente incorrectas, a esas verdades que no se tolera en la vida propia pero que hace mucha gracia cuando se muestran en películas ajenas. De manera que la unión entre un multimillonario tetrapléjico y un ayudante africano, insolente y bravucón, funcionó bien y dio a Intocable muchos dividendos.
Con la mirada puesta en ellos, Toledano y Nakache, como un Georgie Dann del cine popular, buscan con Samba otro bombón cinematográfico. Bucean en parecidas aguas. Su tono es la comedia y sus personajes, emigrantes pícaros y francesas necesitadas de amor y sexo. Aquí nadie quiere hurgar seriamente en el miedo del París atenazado por el terrorismo, la lucha de religiones, el creciente ultraderechismo o el despunte de un malestar en una economía que empieza a saber del recorte y el paro. Como sus autores no tienen nada que contar, se pasan el tiempo cantando. Media docena de videoclips que nada aportan, que nada ofrecen, logra sumar minutos a un relato que se podría haber resuelto en una hora escasa. Sin la convicción de Intocable, película que vuelta a ver se cae a pedazos, Samba garantiza que nadie querrá volverla a ver porque nada hay en ella salvo un puñado de insufribles clichés que frivolizan obscenamente con el mundo de la inmigración, la soledad y el desempleo.