Dice Coco Schumann en el documental que sobre La Paloma realizó Sigrid Faltin que en Auschwitz tenía que tocar la habanera compuesta por Sebastián Iradier cuando los niños caminaban hacia la cámara de gas. Con más de mil versiones registradas, su melodía y su letra están asociadas a momentos vitales y emocionales muy distintos, incluso como es el caso, para mal. Para contrarrestar tal vez se puede recordar el último paso del desaparecido Bebo Valdés por Gasteiz, cuando lo primero que hizo nada más encontrarse con el público en Mendizorroza fue tocar la canción al piano recordando sus tiempos de niño en Cuba y pidiendo disculpas porque él no sabía que aquellas notas tenían un padre que había nacido en Lanciego.
Hoy, tampoco hay que negarlo, la figura y trayectoria del intérprete alavés son poco conocidas y apreciadas por la mayoría de sus conciudadanos. A solucionar ese aparente ostracismo tampoco ha ayudado que las instituciones hayan aprovechado la crisis para lavarse las manos tanto en el aniversario que se cumplió en 2009 como en el que se celebra este año. Entonces eran los 200 años de su nacimiento. Éste, los 150 de su muerte. Pero más allá de algunos esfuerzos individuales (como el libro Sebastián Iradier Salaberi en Agurain de Kepa Ruiz de Eguino o la publicación del mencionado documental), la primera cita pasó casi desapercibida y la segunda va camino, aunque todavía hay tiempo de solucionarlo si se quiere.
De hecho, más allá de conciertos y otros actos puntuales, que se pudieran realizar estudios más en profundizad sobre determinadas épocas de su vida o una recopilación de su amplia producción musical, por poner sólo dos ejemplos, significaría poder recuperar en condiciones un patrimonio vital y cultural que necesita ser puesto en valor.
Porque en la trayectoria de Sebastián de Iradier Salaverri hay grandes luces (hasta en el Archivo Municipal de Agurain hay una denuncia contra él por los escarceos con una dama), pero también enormes sombras (no se sabe fijar con exactitud el año en el que compuso su canción más conocida). Nacido en Lanciego el 20 de enero de 1809, su relación con la música se inició siendo un niño. En Vitoria fue miembro del coro de la Colegiata de Santa María cuando no había cumplido los diez años y con 16 ocupó el puesto de organista en San Miguel.
Sus pasos se encaminaron entonces hasta Agurain, donde se hizo con la plaza de organista en San Juan Bautista y se casó por primera vez (de este matrimonio nació su primer hijo), aunque siete años después de su llegada se marchó a Madrid, donde hizo gala de su carácter para introducirse en los ambientes culturales y aristocráticos más elevados hasta alcanzar un estatus relevante (dicen que era un tanto vividor, fiestero y mujeriego).
Con la llegada de 1850, París salió a su encuentro y en la capital francesa residió durante años. Desde allí, además, inició en 1857 una larga gira por Estados Unidos, México y Cuba a cuyo regreso Londres también le retuvo durante un tiempo. Su popularidad fue enorme en esa época, sus contactos llegaron a lo más alto y su huella fue innegable, aunque según avanzó el calendario, las zonas oscuras de su biografía se acrecentaron.
Una enfermedad le devolvió a Vitoria, donde pasó sus últimos años sin que casi nadie se acordarse de él. Falleció el 6 de diciembre de 1865 sin saber que composiciones como La Paloma o El arreglito iban a fijar su nombre en la historia de la música.
Lanciego
Vitoria
Tanto en su localidad natal como en la ciudad donde falleció, el recuerdo de Sebastián Iradier permanece presente a través de sendas placas en las casas donde residió el compositor.