La vigésimo novena edición de la entrega de los premios Goya no deparó sorpresas. La lógica se impuso a la especulación, el sentido común reclamó la reducción de un IVA cultural depredador y vengativo y la ceremonia fue injustificadamente larga. Sobre todo porque los premiados malgastan la posibilidad de decir algo inteligente y optan por agradecer el premio a su padre que está en los cielos, a su madre que le parió, al productor del que luego dirá maldades e incluso a los miembros más humildes del equipo a los que ni saludaba los días del rodaje... Cosas de un país de pobres e hipócritas.

Para el cine andaluz fue un buen día. Las paradojas del azar de ese año del cine español, que los sensacionalistas rotativos madrileños calificaban de éxito, habían decidido que los dos grandes rivales fueran El niño y La isla mínima. Dos thrillers de aire sureño y policía seca; dos películas que han atraído a muchos espectadores. Dos productos avalados respectivamente por las dos grandes cadenas de televisión privada: Tele 5 y Antena 3. Incluso por compartir hasta compartían un mismo actor. Pero ahí acaban las semejanzas. Mientras que el filme de Monzón se aplica al decálogo del cine comercial al uso y despliega todos los tópicos a su alcance hasta desperdiciar por completo el interés de la historia que llevaba dentro, La isla mínima ofrece solidez, coherencia y rigor. Por eso lado, sus diez goyas parecen justos y merecidos.

Lo que ya no resulta tan acertado se esconde debajo de las alfombras de una Academia a la que su presidente, el único en su historia que no proviene de la creación ni de la técnica, sino del negocio, (dijo que se iba y no hay quien le eche), sigue aferrado a los mismos intereses. Seguimos sin saber quiénes forman parte de esa Academia. Sabemos que en ella, como en la canción de Julio Iglesias, permanentemente unos vienes y otros se van. Y sabemos que la Academia sigue siempre igual. Igual de acomodada en un glamour castizo y familiar, por fuerza endogámico. Así que las producciones pequeñas e independientes no juegan en esta liga o lo hacen como comparsas. Léase Loreak, la única película donde las mujeres eran totales protagonistas y de quienes nadie se acordó.

El interés de la Academia por los goyas menores, los de los cines menos rentables y las formas más minoritarias, documentales, animación, cortometrajes,... es nulo. De hecho, alguna de las mejores películas del año, esas que perdurarán a través del tiempo no han logrado ninguna nominación.

Pero, aunque hablar de éxito del cine español porque uno de cada cuatro espectadores haya escogido un filme con marca vernácula parece ridículo, cierto es que la cosecha del año, premiada o no, ha sido aceptable. Por cierto, buena parte empezó a despegar en el Zinemaldia. Un buen síntoma para Donostia que ahora tiene que subir el siguiente peldaño, el de descubrir buenas películas internacionales que merezcan el respeto fuera.

De la ceremonia del Goya, de sus vestidos y de sus chistes ya se ocupan otros, aquí se subraya que fue una edición en la que estuvieron muchos, casi todos. Una edición que volverá a servir para que el ala derecha del Gobierno y sus voceros sigan estigmatizando al cine español, porque en el Goya se reivindica algo tan evidente como que las cadenas del IVA sean un poco menos pesadas.

¡Cuánto miedo da el país y cuánto cine necesitaremos para poder sobrevivir!