Olga Lucas (Toulouse, 1947) conoció a José Luis Sampedro cuando ella tenía 50 años y él 80. "Encajamos como dos piezas de un puzzle", cuenta. El año pasado el escritor murió y dejó un vacío muy grande, pero "su obra tiene que leerse, nos hacen falta referentes como él", explica la escritora, que acaba de presentar Sala de espera, la última obra que fue escrita conjuntamente con su compañero.
Ha pasado ya un año desde el fallecimiento de su compañero.
-A mí no se me ha hecho ni largo ni corto. En realidad, en mi vida lo único que ha cambiado es que él no está. La gente se ríe cuando digo que me da más trabajo muerto que vivo (ríe), pero es que desde las nueve de la mañana hasta las once de la noche, con las pausas que yo me quiera conceder, estoy enredada en sus cosas. Y sigo haciendo lo mismo que cuando él vivía: ir a institutos que han hecho un trabajo sobre su obra, a bibliotecas que le dedican unas jornadas, a la presentación de un documental... Pero como mi mayor misión es que no se le olvide, allá donde me llamen voy.
¿Qué es lo que más echa de menos?
-Hombre, a él. Hay gente que me dice que tengo su obra, pero en mi cocina no entra, en mi sofá no se sienta y por las mañanas abro el ojo y estoy más sola que la una. Ahora tengo tres despertadores con un cuarto de hora de intervalo. Antes me despertaba él y me despertaba bien y ahora he cambiado la angustia de despertarme preguntándome si me lo iba a encontrar vivo por la absoluta certidumbre de que sé que no va a estar, y por eso me cuesta mucho despertarme.
Claro, para muchos de nosotros José Luis Sampedro es el humanista, el escritor, pero para Olga Lucas era el amor, el compañero.
-Era mi compañero de vida, y, además, nosotros llevábamos una vida absolutamente siamesa. Cuando nos conocimos él ya era mayor y siempre decía que se esta muriendo, así que, de alguna manera, yo creí que íbamos a estar juntos dos o tres años y que luego volvería a lo mío. Pero al final fueron 16 años muy intensos y en los últimos por cuestiones meramente físicas no nos separábamos para nada.
¿Cómo fueron los actos del aniversario en Madrid?
-Muy bien, pero también fue un día agotador, con actos desde las once y media de la mañana hasta las nueve de la noche. El Ayuntamiento de Madrid descubrió una placa donde vivíamos, luego hubo una rueda de prensa y por la tarde una librería amiga celebró una presentación del libro más íntima. Para mí todo esto es difícil (se emociona)... Es duro, una gran persona solo puede dejar una gran ausencia. Es el anverso y reverso de una misma moneda, el precio que hay que pagar. Sé lo privilegiada que he sido al disfrutar de su compañía durante esos 16 años, pero ahora me viene la contrapartida.
Y eso que durante este año no ha tenido tiempo para pensar mucho, porque ha estado ocupadísima editando Sala de espera
-Sobre este libro en concreto, no. Sala de espera tiene dos partes diferenciadas. Una sí que es un proyecto común que teníamos previsto hacer entre los dos y luego está la otra parte, que tiene que ver con su empeño en escribir un libro más. Un libro de pensamiento que se replanteaba una y otra vez a medida que iba descubriendo cosas. Cuando vio que no iba a llegar al final, se propuso dejarme notas para que lo acabara yo, y las he reproducido en Sala de espera para que la gente vea que tenía un sistema de escritura muy peculiar. Él lo llamaba de destilaciones sucesivas. Las primeras notas no las descifraba nadie más que él y luego alcanzaba una fase en la que yo ya le entendía, aunque en este caso murió disculpándose por no haberme dejado las cosas lo suficientemente claras. Así que he reproducido los textos que estaban claros y los que no también para que el lector entienda que cualquiera que intente recomponer eso corre el riesgo de alterarlo por completo.
La primera parte es más personal.
-Se llama Los Ríos y se refiere al momento en que nos conocimos. Encajamos perfectamente como dos piezas de un puzle. Esto le llamaba la atención a la gente y a nosotros también. Hay que tener en cuenta que teníamos muchas diferencias de procedencia, de edad, de talla intelectual, de proyección pública, pero él, con esa frase suya de 'entremos más adentro en la espesura', quiso averiguar cómo esa confluencia era posible. Y me propuso que yo escribiera mi vida y él la suya, porque era muy manriqueño y creía que el río José Luis y el río Olga coincidieron en un punto y tuvieron un tercer río, el MUSA.
¿Musa?
-No, MUSA, Minusválidos Unidos Sociedad Apañada (ríe). Nos conocimos en un balneario y se inventó esta palabra; tenía mucho sentido del humor. Para el libro cada uno tenía que escribir su parte por separado para luego hacer la tercera parte juntos. Aunque no dio tiempo. Después de su muerte, descubrí en un ordenador que ya iba a llevar al punto limpio un texto que narraba sus primeros diez años de vida. No le dio tiempo a más. Lo leí y me pareció tan bonito que creí que los lectores tenían que conocerlo, así que para que eso tuviera sentido escribí yo también mis primeros diez años.
¿Por qué le parece tan importante que el pensamiento de Sampedro perdure?
-Porque José Luis Sampedro es muchas cosas. Su manera de estar en el mundo es un ejemplo. Era un referente para muchísimas personas y resulta que se están muriendo muchos referentes. Yo tenía muchas ganas de que se acabara 2013, pero es que 2014 ha empezado fatal, se han muerto Castellet, Juan Gelman, Félix Grande, Ana María Moix... ¡No se ha salvado ni Paco de Lucía! Parece casi simbólico, vivimos una época de políticas culturicidas y los intelectuales y los artistas empiezan a caer como moscas.
En efecto, aquí nos quedamos, y en cierto sentido huérfanos.
-Es que Sampedro era referente incluso para quienes no habían leído su obra. Le habían oído hablar y habían visto su ejemplo de autenticidad y de dignidad en unos momentos en los que todos mienten con una impunidad increíble. Y, claro, quedarse así, tan huerfanitos ahora... Su voz tiene que seguir llegando. Sobre todo porque Sampedro era una persona comprometida con la vida, consigo mismo, pero desde la sabiduría y el conocimiento, nada que ver con el partidismo del y tú más. Creía mucho en la vida y todos los problemas los abarcaba desde un ángulo de sabiduría que te ampliaba el horizonte y te sacaba de esta mediocridad imperante.
Era un librepensador.
-Era un humanista, como un renacentista de un segundo Renacimiento. Siempre preguntaba de qué sirve la libertad de expresión si no hay libertad de pensamiento. Pensaba que la gente no debía dejarse manipular. Y siempre usaba una metáfora, decía "la libertad es una cometa, vuela porque está atada". Es decir, la libertad te sirve si está atada por la responsabilidad y la solidaridad.
Y se implicó hasta el final, también con el 15-M.
- A los del 15-M solía decirles que le estaban alegrando los últimos días de su vida. Les apoyó mucho porque estaba contento de que hubiera una contestación; le preocupaba que nos tragáramos todo lo que sucedía sin rechistar. Por eso colaboró, pero nunca pisó la Puerta del Sol. Había plataformas que llevaban cuatro años trabajando sin que nadie les hiciera caso y les decía que no dejaran que ni intelectuales ni políticos se adueñaran de aquello. Pensaba que todos los rostros conocidos que quisieran sumarse debían hacerlo para darle visibilidad, pero no para eclipsar a la gente. Sampedro siempre fue una persona honesta, por eso nadie cargó contra él como lo hicieron contra Cayo Lara o Beatriz Talegón. Que conste que no soy partidaria de que abucheen a nadie, pero, claro, las incoherencias molestan.
Llamaba la atención la serenidad de Sampedro, su tranquilidad a la hora de exponer sus ideas.
-Era su manera de ser. Era un sabio, no un activista. Por supuesto que estaba de lado de los explotados y de los pobres, eso lo tenía claro, pero no usaba el mecanismo del conmigo o contra mí. Buscaba soluciones.
También dijo que la vida es arder y que si no ardes, no vives. ¿Con qué ardía Sampedro?
-No se enfadaba nunca, para él eso era perder energía y los momentos de conflicto los deshacía con sentido del humor. Aunque la situación de explotación y pobreza en la que estaba cayendo la gente en el país le amargó los últimos momentos. Me acuerdo de que cuando ya estaba muy malito, casi delirando, farfullaba lo de aquella declaración de Cospedal sobre la indemnización en diferido. Estaba indignado.
Siendo economista, sabiendo como sabía que las cosas se podían hacer de otra manera, sufriría al ver que capitalismo feroz ganaba terreno.
-Así es, hay veces en que tener razón no te produce ninguna alegría ni satisfacción. Cuando empezó la crisis y algunos afirmaron que nadie podía prever esto, él ya lo había previsto en textos como El mercado y la globalización y Los mongoles en Bagdad. En ellos ya explicaba que la globalización no era más que traspasar el poder de los políticos a las instituciones financieras. Para él había dos clases de economistas: los que se dedican a hacer menos pobres a los pobres y los que se dedican a hacer más ricos a los ricos, que son los que han triunfado. Pero no se daba cabezazos contra la pared ni guardaba rencor, solo pasaba página. Era una buena persona en el sentido machadiano de la palabra.