Dirección: Bernardo Bertolucci. Guión: N. Ammaniti, U. Contarello, F. Marciano y B. Bertolucci; basado en la novela de N. Ammaniti Intérpretes: Jacopo Olmo Antinori, Tea Falco, Sonia Bergamasco, Veronica Lazar. Nacionalidad: Italia. 2012. Duración: 103 minutos
EL último cuarto del siglo XX, el que impuso el advenimiento de Lucas y Spielberg como los ángeles de un nuevo cine blando, fue voraz con sus viejos maestros. Ahora se ha olvidado que las últimas películas de Fellini y de Kurosawa fueron pasto del destierro, que autores como Pasolini, Eustache y Fassbinder murieron prematuramente o que los grandes nombres que alimentaron los nuevos cines fueron puestos en evidencia acusados de viejos. Fueron estigmatizados por la mancha de haber nacido entre las ruinas del horror del holocausto nazi y las bombas atómicas.
De aquel tiempo, todavía sobreviven muchos autores. Alguno ha cruzado el desierto de la infantilización de Hollywood para verse nuevamente reivindicado. En los ochenta se les lapidó, fueron objeto de una quema de talentos en nombre de la evasión. Entre aquellas víctimas, Bernardo Bertolucci ejemplifica el camino de los que nunca se han recuperado. Él, como Coppola, o como Wenders, lleva años con el crédito bajo sospecha. Mientras compañeros como Godard o Herzog asumieron la desaparición para luego saber renacer, Bertolucci (y Coppola; y Wenders) viven instalados en una zona invisible, en un espacio de silencio culpable, en un tiempo sin cronología en donde habitan perplejos. Allí y desde allí pasean lo que representaron sin que en su cine actual se perciba lo que un día fueron.
Oliveira empezó a ser Oliveira cuando ya había cumplido los cincuenta. Otros, como Buñuel, fueron fieles a lo que significaron toda su vida. El caso de Bertolucci pertenece a aquellos que, por el contrario, con el envejecimiento acabaron alejados del autor que quedará en la Historia. El responsable de filmes inolvidables como La estrategia de la araña, El conformista, Novecento e incluso El último tango, dejó de ser Bertolucci a partir de El último emperador, la crónica megalómana del final de la China imperial; el ejemplo de cómo un éxito absoluto puede conllevar el declive de una brillante trayectoria.
Dos décadas y media después, Bertolucci da síntomas de lo que fue. Su cine, pese al definitivo alejamiento del esplendor que supo acariciar en los años 60 y 70, evidencia más interés que tres cuartas partes de la producción cinematográfica actual. Pero decir esto carece de peso específico porque se hace evidente que la creación cinematográfica en el apartado del cine comercial vive en un crepúsculo de truculencia y banalidad.
De hecho, Tú y yo, un filme claustrofóbico, un relato intimista que se dilucida en un sótano y en torno a una relación adolescente de dos hermanastros desquiciados, se percibe como un filme ya visto. Hay una sensación de déjà vu que enlaza esta incursión en los confusos sentimientos de la adolescencia con algunos títulos del Bertolucci de la decadencia. Desde La luna, Bertolucci parece obsesionarse por ese estadio vital que marca el paso de la infancia a la madurez. Ese territorio en el que todo se hace hiperbólico, extremo, desquiciado e ilimitado. A Bertolucci la salud le tiene maniatado. Pero el poeta que empezó bajo las órdenes de Pasolini, siempre ha sabido hurgar en el interior de sus personajes, siempre ha querido rozarse con ellos hasta mancharse. Y aquí lo hace con la convicción de quien no tiene nada que demostrar. Tan solo el placer de cuestionarse por el futuro de un mundo que se le hace cada día más irreconocible, cada vez más extraño.