Llevamos una temporada que no ganamos para sustos: a la presencia no declarada de carne de caballo en diversos platos preparados o de carne caducada en salchichas hay que sumarle el hallazgo del cadáver de un ratón en una lata de judías verdes y, como broche de oro, la intoxicación alimentaria de los clientes del presunto mejor restaurante del mundo.

Quedémonos con esto último. No es, por desgracia, infrecuente que se produzcan estos incidentes en la restauración pública. Sí lo es, en cambio, que reciban la atención de los medios. La cosa solo suele trascender si se trata de restaurantes famosos (ahora es el Noma danés, hace no tantos años fue el Fat Duck británico) cuyos chefs son, precisamente, muy amigos de aparecer en los medios... aunque no por estos motivos.

Hay montones de posibles causas de intoxicación en el restaurante, desde el uso de productos cuyas condiciones no se conocen muy bien hasta técnicas de cocción (bajas temperaturas, cocciones brevísimas) que, en caso de que los alimentos contengan bacterias que puedan causar gastroenteritis, lo único que les hacen son cosquillas. No las eliminan: las potencian.

Pero me temo que la causa más común de estos problemas es algo tan sencillo como la falta de higiene. Higiene. Limpieza. Algo que se da por supuesto en un restaurante, o en alguien que manipula alimentos destinados al consumo humano. No deja de ser paradójico que si usted visita una fábrica de conservas le embutan en plástico de la cabeza a los pies, y hasta le hagan pisar sobre una alfombrilla empapada de desinfectante, mientras que en las cocinas cada cual anda a su aire.

Estos días, con la noticia del Noma, se han publicado fotografías del personal en plena faena, en la cocina. Llama la atención. No se ven guantes, ni gorros de cocinero; sí, en cambio, cabellos largos. Parece que los nuevos genios de los fogones entienden que una cocina es un photocall. Y no. No se trata de estar guapos, sino de ser (y parecer, que diría Julio César) limpios.

El gorro de cocina (la toque blanche, en francés) no es un capricho. Y es mucho más que una tradición. No hay acuerdo sobre su origen, que seguramente data de tiempos medievales (hay referencias a tocados para el personal culinario ya en la corte papal de Aviñón, en el siglo XIV). De todos modos, la mayoría de los autores señalan al gran cocinero francés Marie-Antoine Carème (no les confunda el nombre: era un varón) como responsable de su afianzamiento.

siglos de tradición Se cuenta que en una ocasión, cuando Carème dirigía las cocinas del príncipe de Talleyrand, este convidó a cenar al zar Alejandro I. El autócrata de todas las Rusias, complacido por el menú, quiso pasar a la cocina, y así lo hizo. Allí se encontró con un ciudadano -Carème- que no se destocó ante su presencia, como era obligación. Indignado, preguntó: "¿Quién es este insolente?". Talleyrand contestó: "La cocina, Sire". Digamos que Carème fue, más adelante, jefe de las cocinas del zar en San Petersburgo. El gorro de cocinero tiene su misión: evitar la caída de cabellos a la comida. Hoy se han sustituido los tradicionales, en forma de seta y artesanales, por los industriales, abiertos por su parte superior. Esa apertura, y su altura, facilitan una mayor oxigenación del cuero cabelludo en un lugar, la cocina, donde tradicionalmente hacía mucho calor. Como curiosidad, digamos que la tradición quiere que cada gorro tenga cien tablas o pliegues, que simbolizarían las cien formas que hay (dicen) de cocinar un huevo... Gorro de cocinero. Y blanco. Los cocineros, en cocina, como los tenistas en Wimbledon: de blanco, que es el color que no disimula nada. Manos lavadas como las del personal de quirófano, uñas cortas y (ni que decir tiene) impolutas... Ahora se lleva, en cocina también, el sinsombrerismo; muchos chefs se cubren con un pañuelo negro, al estilo pirata. No me parece muy estético, pero es algo.

Pañuelo negro... Hablábamos de gorros blancos, de chaquetillas blancas, y hoy abundan los cocineros que han hecho del negro su uniforme: visten de negro en la cocina y, cuando se ponen de paisano, se ponen camisa negra. Curioso, cuando menos.

En fin que nuestros chefs mediáticos reivindican el derecho a fabricarse su propia imagen, y han decidido prescindir del atavío tradicional de la profesión: gorros fuera, entonces. Me parece bien, si es su gusto, que se destoquen para la tradicional vuelta al ruedo (a la sala, quiero decir) que suelen dar al final del servicio para recibir los parabienes de los comensales. Pero, maestros de los fogones, dejen que seamos nosotros quienes nos descubramos ante su arte.