Es curioso que el chocolate con churros fuera el desayuno típico de aquella España en la que el chocolate era más rico en harina que en cacao y en la que los churros se freían en aceite reutilizadísimo y cualquier cosa menos virgen de oliva, y hoy, con chocolates magníficos, churros estupendos y aceites maravillosos, sea algo en regresión.
Dejaremos el chocolate para otro día, subrayando que hoy tenemos unos con los que nuestros abuelos no habrían ni soñado, y vayamos a los churros. La mayor pega que nuestros gastrocondríacos coetáneos les ponen es su composición: son, ni más ni menos, que harina frita. Sí, ¿Y qué? ah, es que los fritos...
freír también es sano ¿Qué pasa con los fritos? Poca gente tiene el prestigio que tuvo mi querido y añorado amigo Gregorio Varela Mosquera, autoridad mundial en nutrición. Recordaba que al freír un alimento en aceite a muy alta temperatura, se forma una costra superficial que impide que la grasa penetre en ese alimento. Freír, si se hace bien, no aumenta las grasas saturadas.
Decía don Gregorio, con su socarronería coruñesa, que los churros (harina y agua) eran un alimento prácticamente perfecto siempre que se hubiesen frito en aceite de oliva. Ya en serio, hacía ver que el contenido graso de un churro era muy inferior, y de mayor calidad (grasas insaturadas) que el de un croissant. O sea: el churro es, en principio, sano.
Está indisolublemente unido al folclore madrileño, al Madrid de verbenas y zarzuelas. Los historiadores (el doctor Martínez Llopis, José del Corral y otros) recuerdan que los churros eran una cosa típica no del desayuno, sino de verbenas como las de la Paloma o San Antonio, y propios de las clases populares, de chulapas y manolos.
Porque los señoritos no iban a esas verbenas, pero tomaban churros. Eso sí, en otros lugares y momentos. Los calaveras madrileños se tomaban su chocolate con churros a la misma hora, y en las mismas circunstancias, en la que sus colegas parisinos ingerían sopa de cebolla en Les Halles: a la salida de los teatros, la ópera, los bailes...
Así cimentó su fama la chocolatería del pasadizo de San Ginés, abierta a finales del XIX y que existe todavía, a la que iban estos señoritos, aspirantes a caballeros de gracia, al salir de la última función del vecino teatro Eslava y ahora de la discoteca que ocupa su lugar. Eran churros tomados con nocturnidad y casi con alevosía.
Porque lo fino, a la hora de merendar, aparte del té, era tomar chocolate con picatostes, esos lingotes de pan cortado en paralelepípedos ortoedros (ahí queda eso) y fritos hasta lograr que queden dorados, jamás tostados, y finalmente espolvoreados con azúcar. Como los pone actualmente Embassy, en el madrileño paseo de la Castellana: deliciosos lingotes de oro comestibles.
En todas partes hay churros, porras, tejeringos... De los que yo conozco, me quedo con los del Bonilla a la vista coruñés, donde cargo unas diez docenas cada vez que viajo en mi vehículo a mi ciudad natal.
El trayecto de vuelta es un suplicio, con ese olor a churro recién hecho (frito en aceite de oliva, como quería el doctor Varela) invadiendo el habitáculo y mi mujer tirándole viajes a la bolsa.
Ya en casa, se congelan, y luego se someten a un cuidadoso proceso de descongelado y desengrasado que los deja casi mejor que recién hechos... Son churros cortos y rectos, del diámetro de un dedo algo grueso, no el típico lazo madrileño. Impresionantes.
No soy muy de porras al estilo madrileño pero adoro las roscas (al fin y al cabo son espirales sin cortar) de Ramón, en la marbellí plaza de los Naranjos; el dueño del local afirma, entre guasón y serio, que son churros light. Lo que sé es que están buenísimos, y que es una gloria sentarse en la terraza en esa plaza y, aparte de la rosca y el chocolate, disfrutar de un magnífico zumo recién hecho.
En Madrid se cortan esas roscas y salen las porras; no sé, pero siempre me han parecido más grasientas, más pesadas, lo que no me pasa con esas roscas marbellíes, cuya masa es mucho más leve, más etérea ni con las que tomo en La Herradura (Granada).
Seguro que todos ustedes conocen especialidades tan buenas como las susodichas, pero esas son las mías. Hay muy buenos churros en toda España: cerciórense de la calidad de la fritura, la frecuencia del cambio del aceite... esas cosas. Si están en Pamplona por San Fermín, es obligatorio hacer cola, tras el encierro, en La Mañueta, un rito sanferminero obligatorio más y unos churros estupendos, pero de muy corta producción.
Ustedes saben que nunca me ha gustado decir eso de donde haya tal cosa, que se quite tal otra. Pero hoy, sí. Sinceramente: donde haya un buen chocolate con churros, me sobran todos los eggs and bacon de los desayunos anglosajones. Eran otros tiempos, pero aún recuerdo con cariño el chocolate con churros que desayunaba los domingos cuando era niño.