Madrid. El cine musical no ha vuelto a ser lo que era desde que Gene Kelly dejó de coreografiar, dirigir y bailar. Cuando se cumplen, hoy, los cien años de su nacimiento, queda el hueco de un verdadero autor capaz de tatuarse en la retina del espectador de cualquier generación Cantando bajo la lluvia.

Aquella escena legendaria en la que no necesitó más pareja de baile que el chaparrón, el paraguas y una farola la había rodado acatarrado y con fiebre, pero acabó convirtiéndose no solo en su imagen más icónica, sino en el comienzo del respeto hacia un género a menudo denostado por los analistas más sesudos.

Cantando bajo la lluvia aparecía recientemente en el puesto número 20 de las mejores películas de todos los tiempos según la prestigiosa revista británica Sight and Sound y es que, tras ese clásico popular, se esconden propuestas artísticas todavía innovadoras y una concepción coreográfica sumamente influyente.

Gene Kelly solía decir que mientras su compañero Fred Astaire era el Cary Grant de la danza, él era el Marlon Brando. Mientras uno bailaba con sofisticación y Sombrero de copa al lado de Ginger Rogers, él otro lo hacía vestido de marinero y con habilidades casi olímpicas junto al ratón animado Jerry en Levando anclas.

Eugene Curran Kelly, nacido en Pittsburgh el 23 de agosto de 1912 -falleció hace 18 años en Beverly Hills, el 2 de febrero de 1996-, fue, al margen de su faceta más visible, lo más parecido a un autor que ha conocido el cine musical, quizá junto a Bubsy Berkeley, Jacques Demy y Bob Fosse.

Minnelli y Donen

Alianzas creativas

De su conexión creativa con Vincent Minnelli -que llegó a poner celosa a la mujer de este, Judy Garland- nacieron los atípicos y explosivos números musicales de El pirata y devolvieron al musical la calidad de oscarizable en Un americano en París.

Al alimón con Stanley Donen, además de Cantando bajo la lluvia, firmó dos clásicos más: Un día en Nueva York y Siempre hace buen tiempo.

Kelly ya había deslumbrado bailando con su propio reflejo en Las modelos y había sido un particularísimo D'Artagnan en Los tres mosqueteros, pero en 1956 debutó como director en solitario y sorprendió a la crítica -aunque el público le dio la espalda- con lo que fue una suerte de laboratorio sensorial llamado Invitación a la danza.

Ganadora del Oso de Oro en el Festival de Berlín, en esta película se reservó distintos papeles, se rodeó de bailarines como Igoy Youskevitch y Tamara Toumanova y dinamitó las reglas narrativas del Hollywood clásico hasta fundirlas con un espectáculo casi lírico, apoyado por el trabajo musical de André Previn y dotado de un poso de gravedad inusitado en un género casi siempre vivaracho.

declive final

Injusto broche

Gene Kelly se erigía como un creador autónomo y personalísimo, que sería reconocido como referencia para figuras tan distintas como Jackie Chan (Kelly era cinturón negro de karate), Ray Bradbury (quien le dedicó su novela El carnaval de las tinieblas) o Madonna (a quien asesoró en la gira Girlie Show).

Sin embargo, es difícil saber qué fue primero, si el declive de Gene Kelly o el del musical.

El actor, director y coreógrafo se mantuvo tan fiel al género decadente tal y como él lo había conocido que no fue demasiado afortunada su participación en la cinta francesa Las señoritas de Rochefort (que el año pasado pudo verse en pantalla grande durante el Zinemaldia, dentro de la retrospectiva clásica dedicada al cineasta francés Jacques Demy, considerado un renovador del género musical).

Intentó abrirse a la presencia de estrellas más pop como Barbra Streinsand, a la que dirigió con mucho éxito en Hello Dolly! o, ya en 1980, Olivia Newton John, con la que dio el pas de deux más desafortunado de toda su carrera en Xanadú, injusto broche una carrera única e insustituible.