casi nunca hay sorpresas. Y, si las hay, afina la memoria. Porque escriben lo que es el festival. Son esos momentos que luego se cuentan. Y que cuentan la única verdad, la libertad -o no- de un género. Si ejerce de antónimo a eso que cifras, protocolos y burocracia se empeñan en llevar desde los ríos de la expresión hasta el precipicio del mercado.
Los músicos ponen una parte. El público, si se quiere jugar, ha de cubrir el otro lado de la apuesta. En Gasteiz no se pueden pedir más jotas al jazz que la que tiene. El público es respetuoso -eufemismo de soso-, agradecido -aplaude justamente un esfuerzo evidente-, y sólo de año en año escucha a sus emociones, traducidas en algún alarido y tramos de baile. Bien es cierto, a veces los artistas no merecen más, pero no menos verdad es que falta mordiente de platea.
Hasta el jueves, ni Principal ni Mendizorroza han logrado convertirse en ningún momento en clubs, en esa imagen que todos guardamos del jazz primigenio, envenenado de humo y swing, que es buena parte de la esencia. Algo de eso despertó, con sus claves de brass band, Soul Rebels, que consiguió dar descanso a algunas butacas y mover tobillos.
El aplausómetro de la semana ha subido más que nunca en las citas del Principal, además de en la entente The Bad Plus&Redman -unánime- y en Gilberto Gil, que incluso logró entablar alguna conversación con el respetable. Un respetable que abusa de respeto. Y, a veces, hay que perderlo. Revertir la acepción de 'prevención' y 'cortesía' y respetar la propia emoción.
Porque en Gasteiz hay un público que son muchos. Un público musicalmente militante, que planifica su jornada en función de 'cuantos más conciertos mejor', catando, desca(r)tando, opinando, reflexionando, disfrutando. Un público esporádico, que no busca jazz sino que lo encuentra, detiene su camino -cargado con rebajas o rutina- y lo disfruta en picoteo. Puede que no descubra el festi hasta mediada la semana. No pasa nada. Hay mucha vida más allá de la música.
Hay un público de calle -donde cada vez se cuece más música- y otro que elige, además, pagar la entrada y subirse a la selección. Público fiel a las misas vespertinas del Principal, que busca la firma del disco con fervor si el músico le ha tocado por dentro, que practica año a año su inglés con los speech de los músicos -el que ríe los chistes... ¿es políglota o simplemente está fingiendo?-, que sabe que los tres timbres son sinónimo de zambullido de notas. De descubrimiento.
También hay rutinas en Mendi. Son tan viejas como el pabellón. Hacerse con un sitio -madrugar o tirar de prismático-, bocateo de descanso, ticket de cigarrillo, cola en el baño de chicas -ya dan menos miedo los baños, pero aún...-, visita -sólo algunos casos- a la tienda, que con esos precios más el IVA que nos viene se va a quedar para vestir saints. Intento de foto... el de seguridad te dice que no se puede. Sentarse en la escalera... el de seguridad te dice que no se puede. Seguir el concierto alternando escenario y pantallas -los músicos, desde el vomitorio, las ven al revés-... El de seguridad sigue el ritmo sobre su palma con la linterna delatora.
Entre bolo y bolo, el público es gente. Y habla de lo mismo que en la calle. De recortes, de últimas aplicaciones para el móvil, de vacaciones... Y algo de jazz. Pero no mucho. Porque no es para hablarlo. Es más para sentirlo. Para perderle el respeto. Para despertar cuerpos y ensimismar espíritus. No nos quedemos nunca más a medias. O nos perderemos mucho más que la mitad.