Hace unos días estaba comiendo con un amigo de los de "pico fino" unas deliciosas kokotxas de bacalao al pilpil cuando, a punto de terminar nuestros platos, me comentó: "Esto está tan bueno que es una pena que se acabe". Definió perfectamente lo que ambos sentíamos.
Qué pena que se acabe... Todos hemos sentido esa sensación alguna vez, y no me refiero a que uno se quede con hambre y le apetezca seguir comiendo, incluso cuando el plato, como nuestras cocochas, es perfecto. No son ganas de comer, no; es algo muy distinto, es una sensación de placer que, efectivamente, da pena que se vaya a acabar en un momento. Es un placer que ya no es meramente físico, sino también intelectual. Se ha dicho montones de veces que la cocina es un arte, sí, pero un arte fugaz, porque la obra del cocinero no puede colgarse de una pared, ni grabarse en un soporte audio, ni encuadernarse: dura lo que el comensal tarda en comérsela. Unos minutos, como mucho, y desapareció. Nunca estuve de acuerdo en esto. Un gran plato, una obra de arte culinaria, pervive, tiene un recorrido tan largo como el tiempo que permanece en nuestra memoria. Y hay platos que se nos quedan grabados para siempre. Pocos, pero los hay. No existe, pues, tal fugacidad, al menos en el plano subjetivo, aunque objetivamente su vida sea breve. Son platos que podemos calificar sin error de memorables, que guardamos en ese apartado de la memoria en el que permanecen aquellas sensaciones placenteras que hemos vivido. Platos que, en efecto, apetece no terminar. Sucede en otros ámbitos de la vida: hay libros cuya lectura proporciona tanto placer que incluso cuando estamos deseando conocer su desenlace sentimos pena al ver que el número de páginas que nos queda es ya mínimo. Lo mismo puede aplicarse a una obra de teatro, a alguna película... Obras de arte, al menos para nosotros.
Yo tengo la fortuna de almacenar, naturalmente en mis recuerdos, algunas de estas obras de arte, firmadas por grandes maestros la mayor parte de ellas, de autores poco menos que desconocidos otras. Son esos platos que, en el fondo, llegan a emocionar a quien los disfruta, y sólo desde la emoción se llega a esa lamentación del final. Vean que no tiene nada que ver con el clásico "me comería otro plato" del tripero. Insisto: no es hambre.
componentes Es emoción, la emoción que causa la belleza, algo así como el síndrome de Stendhal aplicado a la gastronomía, pero sin taquicardias ni vértigos. Una emoción que a veces viene de un plato... y a veces de uno de sus componentes, que se eleva por encima de un conjunto ya de por sí excelso. Confesaré que lo que más me gustaba de la famosa cabeza de cerdo que cocinaba el gran Robuchon era el puré de patatas que la acompañaba: por usar la expresión popular, gloria bendita. Esas emociones pueden buscarse, con bastantes garantías, en los equivalentes culinarios al Prado, el Louvre, los Uffizzi o la National Gallery; pero también pueden encontrarse en una modesta sala de exposiciones de una pequeña ciudad. Es cuestión de que coincida usted, que ha de estar en perfecta paz consigo mismo y con el mundo y la vida, o sea, sano y feliz, con un cocinero que tiene un instante especial de gracia, que recibe el aliento de los dioses justo en ese momento. Mis kokotxas estaban perfectas en lo que unas kokotxas de bacalao se la juegan: el punto de sal y esa inigualable textura. No era un plato nuevo, ni mucho menos, que kokotxas al pilpil llevan haciéndose muchos años. Son un plato clásico, de la cocina de siempre llevada a la máxima altura, de la cocina que se recuerda y que forma parte de nuestra propia cultura.
Son experiencias literalmente memorables, a poca sensibilidad artística y gastronómica que uno tenga. Es cierto que también hay experiencias que uno quisiera olvidar cuanto antes, pero que se quedan indelebles en la memoria como ejemplo de disparates culinarios, disparates elogiados hasta la más descarada adulación por determinados sectores que han de demostrar que ellos sí que están al día. En todo caso, a mi amigo y a mí nos quedará el recuerdo glorioso de las kokotxas de bacalao al pilpil de mi casa. Inolvidables; pero, por fortuna, para nada irrepetibles.