Desde la primera imagen de La voz dormida, Benito Zambrano evita los rodeos y los paños calientes. Su incursión en la guerra civil española y en sus consecuencias inmediatas no pretende equidistancias ni sabe de sutilezas. Habla desde una orilla, la misma en la que se reconocen las víctimas de su crónica en carne viva. Desde allí aparece esta radiografía emocionante y emocionada sobre los miles de represaliados por la (in)justicia franquista. Un mosaico en el que no hay ningún deseo de equilibrio. Benito Zambrano, quien en su cine ha mimado los retratos femeninos, deja que sobre todo sean ellas, las rojas, las mismas que Emilio Martínez Lázaro homenajeaba en Las 13 rosas, las que ocupen el centro del relato. Pero, y aquí surge el prodigio de la verosimilitud, lo que en el filme de Martínez Lázaro rezumaba maniqueísmo y artificio, en las manos de Zambrano cobra una singular fuerza: la de quien (re)vive desde la absoluta convicción el relato que cuenta.
Un relato que incluso se enfrenta a la sospecha de ser políticamente incorrecto e incluso a veces demagógico porque dibuja con rasgos gruesos y sangrantes a militares franquistas, curas y monjas convertidos en monstruosos verdugos de una venganza tan inhumana como innecesaria. Pero qué otra cosa podían ser los que derramaron tanta sangre después de la victoria. Como dice Zizek de Hitler y del nazismo, el verdadero rostro de la represión de Franco fue el de la cobardía y la ineficacia. Solo desde el miedo más vergonzante se practica la tortura y la muerte a golpe de bendición y agua bendita. Y solo desde la ineficacia se acaba perdiendo en la vida lo que a golpe de muerte llevó a la victoria. Ya lo escribió Machado camino del exilio y lo asume Zambrano. Y a (de)mostrar eso es a lo que se dedica con entusiasmo y fervor libertario un director que asume como propio el texto original de la novela de Dulce Chacón, la fuente desde donde surge el argumento que sustenta esta película que ayer llenó de lágrimas, suspiros y angustia el Zinemaldia.
Formado en la escuela de cine cubana, Zambrano se enfrenta al cine ajeno a metalenguajes y experimentos. No aspira a magisterios artísticos ni busca reconocimientos autorales. El suyo es el hacer de un trabajador al servicio de las historias. De manera que La voz dormida asume sin disimulo el tono del folletín televisivo. Esa factura pulcra y convencional con la que se fabrican series como Amor en tiempos revueltos, son las suyas: las maneras de un cine popular y populista. De ahí que todo en La voz dormida sea lineal y claro. Todo se entiende y todo se subraya. Incluso hasta la reiteración.
Sabedor de que su cine no se gana por la forma sino por lo que cuenta, Zambrano juega sus partidos a golpe corazón, con la fuerza de los actores y es en la interpretación donde se le aparece una prodigiosa María León. Sin ella, La voz dormida probablemente se haría excesiva, obvia, esclerótica. Pero María León administra una presencia fresca, contagiosa e incluso divertida que confiere autenticidad a un drama terrible. Con ella y por ella La voz dormida acaba despertando la complicidad del público a golpe de pellizcar la (com)pasión. Claro está que hablamos de un público que acepte y se acerque sin resquemores ideológicos a la mirada apasionada que Zambrano defiende.
¿manipulador? Por otro lado, que no existan frases de complejidad expresiva no significa que el cine de Zambrano sea zafio ni torpe. Muy al contrario. Es en esos pequeños detalles, iconos, banderas e imágenes, en esos gestos apenas perceptibles pero sin duda aplicados desde la consciencia y la reflexión, donde se hace posible que un texto que roza la proclama maniquea alcance una suerte de hálito poético capaz de conmover. En un epílogo ¿necesario?, Zambrano explica los hechos posteriores a la historia que cuenta y aprovecha para reiterar su pensamiento: jamás debió haberse producido esa Guerra Civil. Y lo hace como lo hacía en Solas, con una capacidad inexplicable para humedecer los ojos, para acongojar el alma. ¿Manipulador? Hasta cierto punto y sin dudas. Porque lo hace desde el convencimiento, a pecho descubierto y dando la cara.
sutilezas chinas Junto al filme de Zambrano otras dos películas -este año la Sección Oficial obliga a trabajar un poco más a los cronistas- le acompañaron. Una comenzó a proyectarse desde el lunes, la sueca Happy End. Otra apareció ayer y proviene de China, país del que una sección paralela recupera su mejor cine digital, 11 Flowers. Bueno, ayer por la tarde se daba la primera proyección igualmente de Sangue do meu sangue, filme de Joao Canijo y del que hablaremos mañana.
En cuanto al filme chino de Xiaoshuai, autor de La bicicleta de Pekín y Sueños de Shangai, hombre experimentado en concurrir a festivales, provoca una incómoda sensación de déjà vu. 11 Flowers, como el cine visto en la jornada precedente, convierte a un grupo de niños en el eje central desde el que se cuenta una historia que, en este caso, vuelve a rememorar el final de la revolución cultural maoísta, sus excesos, sus venganzas y su violencia, asumida desde una resignación que pone los pelos de punta. Carente del ímpetu que mostró en sus primeras obras, Xiaoshuai resuelve 11 Flowers sin aportar otra cosa que una correcta y gélida ilustración a un relato del que el espectador adivina constantemente lo que vendrá a continuación. Los sueños no pueden cambiar las huellas de la vida exclama su protagonista, el niño que relata la historia, al comienzo del filme. Lo que no dice es que esas huellas ya las había recorrido el cine chino en los últimos años sin que en este caso quepa encontrar otra cosa que un contenido academicismo.
sombras escandinavas Esa sensación de adecuación al tópico también se respira en el filme sueco Happy End; en este caso una historia de adultos al borde del precipicio, en una sociedad evidentemente desequilibrada. Maltratos físicos, incomunicación social, psicopatías y paranoias, prestamistas violentos y madres distantes, configuran las diferentes claves de un filme que entrecruza historias para dejar abierto un estado de la cuestión que aparece lleno de sombras y miserias. Una brillante factura técnica y la notable habilidad dramática que los actores suecos confieren siempre a sus películas, dan a Happy End la sensación de solidez, de filme adulto. Esas probablemente sean los motivos que facilitaron su presencia en el Zinemaldia. Pero tanto el filme de Björn Runge como 11 Flowers de Xiaoshuai aparecen como títulos de relleno en una edición que parece haber recalado en una zona tibia e insólitamente blanda, demasiado blanda.