Dirección y guión: Helena Taberna. Producción: Helena Taberna e Iker Ganuza. Música: Aranzazu Calleja. Fotografía: José Luis Pimoulier. Montaje: Raúl López. Nacionalidad: España. 2010. Duración: 77 minutos.

Confiensa Helena Taberna que su intención al recrear el juicio del tristemente célebre crimen de Nagore Laffage en los Sanfermines de 2008 fue la de conferir a ese hecho profundidad, emoción, análisis y reflexión. Cuatro jinetes decisivos para cambiar el signo de la historia que, como se sabe, en el juicio se dictaminó que la muerte de la joven Nagore fue homicidio y no asesinato. Sin embargo, de esos cuatro jinetes que Taberna invoca para escoltar su audiovisual sobre el caso Nagore apenas hay noticia. En todo caso, se impone el de la emoción por lo que representan las lágrimas de una madre, el silencio de un padre, el vacío de un hermano, la conmoción de amigas y amigos y la amistad de un grupo de mujeres solidarias que ruegan justicia y reciben impotencia.

A lo largo de su carrera, Taberna se ha adentrado en zonas resbaladizas y nos ha abierto ventanas bajo cuyo dintel se percibe el horror del abismo. Ahora bien, su mirada evita mirar al fondo. Al contrario, en sus retratos ejemplares predomina un lirismo bientintencionado que evita las sombras y que establece unos esforzados equilibrios de calculada equidistancia. Se diría que como directora se moja las manos pero sus pies permanecen siempre secos.

En Nagore, Taberna se conduce como si la mera repetición del juicio pudiera modificar el veredicto. Más allá de algunas imágenes de contextualización y de las declaraciones de piel de gallina y verbo quebrado de los familiares y amigos, este alegato, construido como un reportaje acumulativo, tiene alma de moviola y, como tal, es esclavo del pasado. Taberna peca de ingenuidad si cree que a fuerza de repetir la jugada, cambiará el acontecer de los hechos. En ese sentido, el filme de Taberna no aporta nada que no se hubiera visto y, en consecuencia, el jurado popular en el que ahora se convierte el espectador, por fuerza tendrá que volver a dictaminar lo mismo. O sea que ese juicio lo ganó el abogado defensor cuya estrategia se percibe más astuta, más sutil, más eficaz.

Si cinematográficamente la película muestra una pobreza alarmante, el crimen que recoge y el proceso del juicio siguen provocando una aterradora inquietud. En esas imágenes del proceso y en la reconstrucción del asesinato (re)suenan truenos y llantos por la incapacidad del ser humano para reparar la maldad. La única cita cinematográfica que aparece en el juicio se la debemos al criminal cuando comparó la muerte de Nagore con Very Bad Things; un filme en el que, conviene recordar, se trata en clave de comedia, la muerte por accidente de una prostituta. Es decir, para el asesino de Nagore, la muerte de ésta, fue fortuita, no era pues su culpa y además, veja a Nagore al convertirla en su imaginario en objeto-puta en lugar de mujer-sujeto. Hay abyección, estulticia y mala leche.

La pobre luz de Taberna no alumbra las inexploradas zonas oscuras que condujeron al estrangulamiento de Nagore. Una forma de matar que lleva implícito el deseo de imponer silencio. ¿A qué tenía miedo su verdugo?¿Qué vio o qué no vio Nagore en la agresiva figura de su agresor? ¿Qué secreto guarda su silencio?

El matador de Nagore, que como actor es pésimo, aparece dirigido por su abogado como un títere llorón y roto. Su interpretación provoca pavor y su arrepentimiento, incredulidad. De ahí que esa imagen del juicio en la que el defensor observa al homicida adquiera un significado siniestro. Porque hace (pre)sentir que el defensor de un homicida confuso pueda convertirse en el liberador de un psicópata peligroso. In dubio pro reo clamó Erenchun en el juicio. ¿Tuvo él dudas o estaba seguro?