De alumbramientos y deslumbramientos. De promesas incumplidas y esperanzas reencontradas. Como en las grandes citas, la de ayer presentaba un cartel de prestigio, que preludiaba un día de fiesta. Lo fue, pero menos brillante y con más tropiezos de lo que prometía el historial de los dos cineastas a concurso. Empecemos con Pa negre (Pan negro), filme de Agustí Villaronga, cineasta ninguneado en el cine español y del que no se conoce ni una sola película sin interés. En todo su cine resulta perceptible su huella. Y es que Villaronga se mueve por caminos fronterizos, en esa muga abisal en la que conviven cine de género y personal. Cineasta extraño, como Fernán Gómez o Borau. Y, como ellos, con poco crédito económico en un país de quejosos caraduras. Pa negre nació como encargo, proyecto de productor que Villaronga acepta. Y, como es honesto, se roza, se deja las entrañas en un filme terrible que, desde textos de Emili Teixidor, explota en secuencias que sólo un verdadero director como él puede idear.

El filme transcurre entre un mazazo escalofriante -uno de los arranques más terroríficos del cine español- y un suspiro criminal. En el primero, se asiste a un asesinato capaz de competir en intensidad con el Old Boy de Park Chan-wook. En el segundo -final de la película- se nos invita a una muerte simbólica de una madre, negada por el vaho que deja un aliento de impiedad en una ventana. Si Pa negro hubiera podido permanecer fiel al poderío salvaje de su arranque o a la perversa moraleja de su final, estaríamos hablando de una película inmensa. No lo es, porque hay un lastre, un encadenamiento a ese formato de costumbrismo tan común en parte del cine español.

Relata Villaronga que, perturbado por la secuencia inicial, decidió introducir otro título para preparar el camino al público, haciéndole saber que ese tono de thriller rural, conjurado con una belleza cruel, no iba a ser el verdadero. Es la forma que tiene de decir que en esta obra habitan dos. Y con las dos se complementa una moraleja final: la debilidad de los padres, sus pecados y cobardías, alimentan a la bestia que habita las entrañas de sus hijos. Con esa obsesión, Pa negre edifica el proceso de aniquilación de una mirada inocente. Villaronga hace abstracción del tiempo y del lugar. Estamos en la España en la que aún humea la Guerra Civil, pero podríamos estar en cualquier parte, en cualquier tiempo. Lo importante es el misterio y la miseria que circundan a una sociedad manchada de sangre y culpa. Y, en ese escenario, cuando conduce su filme hacia El corazón del bosque, la película se multiplica. Cuando la balanza se inclina hacia Secretos del corazón, Pa negre se reseca sin remedio.

Han pasado 18 años desde que Naomi Kawase filmara Embracing. Y se cumplen siete del estreno de Shara, la historia del misterio de una muerte y el enigma jubiloso del comienzo de una vida, que le significó un reconocimiento mundial. Pero ahora, la ganadora más joven de la Cámara de Oro de Cannes ya no es aquella chiquilla frágil que transmitía la sensación de quebrarse en cada palabra. Fue madre hace unos años, lo que ha supuesto una verdadera conmoción a su cine. Precisamente de eso, de la maternidad, se ocupa su filme documental, Genpin, que levantó una mirada de estupor, tanto por el contenido como por la forma.

Cuesta reconocer en Genpin a la cineasta rompedora que iniciaba en Embracing la búsqueda de un padre que la abandonó. En ese cine fundacional, Kawase desafiaba a su pasado para retratar una sociedad en la que resonaban desde los chirriantes ritos de la yakuza al vacío existencial de una vida sin brújula filial. En Genpin, Kawase invita al espectador al método de un tocólogo singular, cuya doctrina aplicada a los partos se pierde en el camino de la iluminación.