aNDABA uno navegando por la botonera del mando a distancia, el pasado sábado a las horas del atardecer, cuando de pronto irrumpió en los altavoces de mi televisor la voz cascada, plañidera y emocionada de José Luis Uribarri, una de las voces representativas del quehacer musical en las décadas franquistas. Como surgida de la ultratumba mediática, la voz del fantasma de Eurovisión volvía a colarse en la programación del mes de mayo, animando el festival más denostado, rechazado y vilipendiado de la producción musical europea de los últimos treinta años y que por no sabemos qué manejos de altos despachos encaobados sigue asomando año tras año en las parrillas de primavera congregando a casi cuarenta países que eligen a sus representantes con estéticas cambiantes para mantener el negocio, entiendo que poderoso, del festival internacional de la canción, montado por las grandes corporaciones públicas de televisión europeas. Dios, ¡qué susto! Al escuchar de nuevo a un personaje que uno pensaba en las cálidas playas de Estepona, dándole al mojito y tarareando el la, la, la de sus triunfales momentos eurovisivos. Uno no acaba de entender las resurrecciones de Uribarri, que debe de estar más amortizado que la espada del Cid Campeador y con el que no han podido ERE laborales, barridos políticos ni ajustes de plantilla. Esta anual reaparición de la voz sabihonda de todos los tejemanejes del festival, capaz de acertar con la votación, antes de producirse, dominador de la geopolítica de las naciones participantes es como un salto en el vacío que la tele de todos debiera cortar en aras a la modernidad y generacional cambio. Pero me temo que no va a ser así, ya que el abuelo del festival despidió el programa citándonos para dentro de un año. ¡Madre mía, que Dios nos coja confesaos!