Se me dan fatal las despedidas. Siempre se me ocurren las frases perfectas a toro pasado. Así que esta despedida, seguramente, no será la que hubiera imaginado. Hace nueve años una antigua compañera me llamó para invitarme a escribir una columna. Esta etapa parece haber llegado a su fin, abrupto, inesperado e involuntario. La gente me pregunta por qué escribo en femenino. Fue por aquella mujer y porque, al fin y al cabo, seamos o nos sintamos identificadas con el género que sea, todas somos personas. Y la palabra persona, tan grande y magnífica, se escribe en femenino, aunque el masculino se imponga en el lenguaje y en la vida. Sí, había reivindicación en esta intención; siempre he sido mujer peleona y quise hacer de esta columna nuestro rincón. También decidí hablar sobre maternidad porque por aquel entonces me había convertido en madre primeriza. No tenía muchas esperanzas de que el tema pudiera suscitar interés ni sobrevivir entre tanta política y tanta actualidad. Pero quise dedicar un espacio a la maternidad, con sus luces y sus sombras, que nos rodea y nos acompaña de una u otra forma porque, seamos madres o no, todas tenemos una. Ser madre es una aventura en sí misma, es un universo poco reconocido y, sinceramente, en este mundo se está haciendo cada vez más complicado. Nunca he sabido cuánta gente me leía, pero he agradecido con sorpresa los comentarios de quienes se han sentido identificadas con mis relatos. Las madres me han servido de inspiración, más allá de mi propia experiencia, y a todas ellas les agradezco su contribución, a veces consciente y otras, robada en una conversación de cafetería. También doy las gracias a mi madre, a mis hijas, a mi santo, a mis amigas, que tantas veces han aparecido aquí, y que me han cambiado la vida para bien y para siempre. Te doy las gracias Miren, por animarme a escribir. Y a tí, por leerme todos estos años.