La muerte de Mario Vargas Llosa me reafirma en dos de mis frases de cabecera. Una: la muerte no nos hace mejores personas. Dos: la obra suele superar al autor. Empezando por este último principio, no creo que ni el ser humano con peor opinión sobre el finado esté en condiciones de negar que su categoría literaria está miles de traineras por encima de la media de lo que se suele dar a la imprenta. Incluso algunas de sus no pocas faenas de aliño, claramente compuestas para facturar, les dan sopas con honda a las carretadas de pretenciosas novelas que inundan las librerías y, por esos misterios de la mercadotecnia, acaban conquistando los primeros puestos de las listas de ventas.
Vargas Llosa forma parte, sin lugar a discusión, de la élite narrativa no ya de la última centuria y en castellano, sino de todos los tiempos y en todos los idiomas. A partir de ahí, cada quien pondrá en orden sus títulos conforme a sus gustos, querencias y rarezas. Por lo que a mí respecta, confieso que la que suele ser su obra más comúnmente ponderada, Conversación en la Catedral, me deja una gotita frío, más allá de su gloriosa frase: “¿Cuándo se jodió el Perú, Zavalita?”. Me decanto, de largo, por La ciudad y los perros, Pantaleón y las visitadoras, La fiesta del Chivo y hasta más o menos la mitad de La guerra del fin del mundo, que acabó haciéndoseme bola.
Y como lo cortés no quita lo valiente, de su faceta como columnista político me sobra hasta la última coma. Queda para el universo de los enigmas insondables que la clarividencia soberbia a la hora de abordar una ficción basada en la realidad se convirtiera en una suerte de fanatismo con orejeras en el momento de escribir sobre la actualidad política, cada vez más escorado a la derecha y tirando de lugares comunes de aluvión. Concluiré, volviendo al inicio de estas líneas, que nadie es perfecto. Y eso va por el escritor genial que se nos ha ido y por este lector pedestre que glosa su figura. Descanse en paz.