El viernes pasado asistí en el Civivox Iturrama al estreno en Pamplona de un monólogo increíble, lleno de poesía, humor y amor, a cargo de Julio Montañana. Era parte de las celebraciones del día mundial del teatro, que en los tiempos que vivimos necesita ser más reivindicado y querido que nunca, porque cuando la realidad se convierte en una mala representación de gente mezquina y ladrona hay que ir a encontrarse con ese otro mundo veraz y lúcido delante de un escenario. Julio hace en su obra un recorrido plagado de ciencia de los cometas y del amor por la vida; una reflexión joven y agridulce sobre la condición humana y el paso del tiempo. Me conmovió tanto que cuando me acerqué a felicitarle al autor me quedé entre lagrimones sin poder agradecérselo debidamente. Por eso se lo escribo en esta columna, ya me perdonarán. Él se declara enamorado de la magia que se encuentra por ahí: en los cometas, en un concurso de televisión, en un encuentro casual, en un cruce de miradas o de manos. Hasta en la basura espacial. El cometa de Halley, ese sabio que predijo cuándo volvería pero murió antes de que pasaran los 75 años que tarda en dar una órbita en torno al Sol, es una medida de la vida humana. Lo comentó hace mucho Mark Twain, que había nacido en 1835 con un paso del cometa y se fue con el siguiente en 1910. Yo sé que no alcanzaré a verlo cuando vuelva por aquí en 2061, aunque en su órbita anterior, en 1986, el Halley marcó el comienzo de mi carrera profesional, mi primer libro.
Les cuento esta historia hoy mismo, cuando la plantilla que quedaba en el Planetario se va a casa con un ERTE que les montan. Hace un año intenté que la obra Halley se estrenara precisamente allí, en la sala Tornamira ahora incendiada, pero no me dejaron. Y ahora no se puede ya. Cosas de cometas melancólicos.