Hemos vuelto a verlo por milésima vez: frenazo al borde del precipicio, anuncio de acuerdo sobre una materia que, según acreditan las hemerotecas, era intocable y festival de felices declaraciones, apuntándose el tanto y/o difundiendo la especie de la mejora para la convivencia y la normalización que acarreará el pacto. En la contraparte, también es indisimulable el jolgorio. No en vano, los partidos del ultramonte acaban de recibir un muy bien surtido cargamento de invectivas arrojadizas: que si se vuelve a romper España, que si se cede de nuevo al chantaje, que si se revienta la sacrosanta Constitución, que si… lo de siempre. En este caso, además, con la propina de poder asegurar sin mentir ni exagerar que no hace ni una semana portavoces diversos de Moncloa y Ferraz aseguraban que, se pusiera como se pusiera Junts, las políticas migratorias eran competencia exclusiva del Estado y ni se compartirían con Catalunya ni, mucho menos, se cederían. Uno se pregunta si es torpeza o simple desparpajo adornarse con esas afirmaciones rebosantes de vehemencia, sabiendo que es cuestión de tres o cuatro días que quienes las lanzaron al aire queden en evidencia. La política es cada vez más un digo-diego en bucle. Favorecido, también es verdad, por la apatía del personal, que ya ni se cabrea por estas tomaduras de pelo. Con todo, en el caso que nos ocupe, llamo a no echar las campanas al vuelo. De momento, todo lo que hay es la iniciativa registrada en el Congreso por socialistas y postconvergentes para que una ley recoja el traspaso (la delegación, suavizan otros) de las competencias sobre migración a la Generalitat. Hasta donde somos capaces de sumar, la propuesta no tiene la mayoría necesaria para prosperar. A falta de los pronunciamientos de los que prefieren no mojarse, Podemos se ha desmarcado estruendosamente, calificando a Junts como partido ultraderechista antiinmigración. ¿También se comerán los morados sus palabras? Dependerá de lo que les ofrezcan.