Síguenos en redes sociales:

En esencia

Javier Armentia

Caídos

En Vitoria hubo también un monumento a los caídos. De hecho dos: el que yo conocí lo tenía al lado de casa. Era una plaza con una cruz enorme de metal con una estructura de piedra blanca a modo de alas o algo así alrededor de la que correteábamos la chavalada del barrio. También jugábamos a hacer carreras de chapas en los peldaños de sus escaleras. Yo no llegué a conocer el anterior monumento que estuvo cerca del gobierno civil y el edificio de Correos, también con su cruz y unas columnas. Siempre era lo mismo: exaltar a los caídos por Dios y por España (luego venía lo de la revolución nacional-sindicalista o lo de la santa cruzada; en cada ciudad le daban un toque local a la misma mierda franquista). Luego, ya con el dictador muerto y durante la transición oronda y autocomplaciente, ese monumento fue sustituido por una plaza dura que aún sigue ahí. No se acabó el mundo, no hubo que resignificar ninguna asquerosidad fascista y, cuando llegó el momento en 2009 (muy tarde, porque en todo el país estas cosas de la memoria han demorado demasiado tiempo, demasiada vergüenza, demasiada impiedad y olvido) se hizo junto a la Diputación Foral un homenaje a los represaliados de la dictadura a modo de esotérico “bosque de la luz”.

Ya ven por mis adjetivaciones que no soy demasiado amigo de homenajes y monumentos sobre un error (horror) histórico que así nos hizo sufrir. Los periodos de dictaduras y autarquías no deberían merecer ningún especial decoro al denunciarlos: lo mejor es eliminar aquello que se erigió para recordar al pueblo que era esclavo y siervo, pero también dotarnos de una protección legal contra quienes siguen ensalzándolo. No entiendo por qué en Pamplona cuesta tanto demoler ese engendro ni qué oculta en el fondo tanta cautela con algo que debería haber desaparecido hace muchos años.