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Mamitis crónica

Elena Zudaire

Apaingarriak

Mis criaturas se han rebelado ante la retirada de la decoración navideña del hogar y han exigido que la mantengamos, al menos, un mes más. No les culpo. El fin de las vacaciones de Navidad generalmente es abrupto, pero más lo ha sido este año, cuando todavía con el sabor del roscón casero en los labios, tuvieron que pegarse el madrugón para reanudar la rutina escolar. Mis pequeñas opinaron que volver a la ikastola con el pino y las luces todavía en el salón endulzaría su amarga realidad, que, por otra parte, asumen con valiente aceptación. Dicen las expertas que las adultas debemos en estas ocasiones hacer de tripa corazón y animarles incondicionalmente, desgranando una lista de las maravillas que entraña el regreso al engranaje productivo para que los ánimos no se vengan abajo. Sin pretender usurpar saberes que no me corresponden ni tampoco querer sentar cátedra, yo creo que permitirse el remoloneo e, incluso, un poco de mala leche ante la losa de cruda realidad que se cierne sobre nosotras es bastante saludable. Porque, si bien confío en el optimismo como motor de vida, también me parece que intentar maquillar de brillantes colores la alarma matutina, los horarios, las obligaciones y el corsé de una vorágine que ni a veces a mí me gusta, es un poco hipócrita. Y querer que las vacaciones duren más, con sus horas de juegos, excursiones, bailoteo, comidas familiares y turrón, por contra, me parece un deseo a aplaudir y, si yo pudiera, promover. Así que, cuando alguna adulta con poco tacto, que las hay (y muchas) la misma tarde del 6 de enero le suelta a mis pequeñas eso de “se os acabó lo bueno”, creo que es la frase hecha de las que perdieron la ilusión hace años, de las que luego publicarán la sonrisa mentirosa en las redes sociales y de las que nunca reconocerán que fueron más felices cuando eran niñas, igualitas a las que ahora intentan llevar al redil.