Cuando era pequeña, odiaba que mi madre hiciera limpieza en mi cuarto. Es cierto que me advertía primero, es decir, que tenía la deferencia de no hacerlo a traición. Pero a mí siempre me parecía una felonía. Consideraba humillante que invadiera mi habitación y decidiera qué era prescindible y qué merecía librarse del mundanal destino de la basura. Y es cierto que yo, como toda infante, sufría de un patológico síndrome de Diógenes. Pero me parecía una falta de respeto que mancillara mis tesoros, los despojara de la enorme valía que tenían para mí y los hiciera desaparecer. Porque después, cuando yo le preguntaba por ellos, además de perderlos para siempre tenía que soportar un discurso sobre la limpieza y el orden, seguramente muy necesario para mí pero, a mi tierna edad, del todo inservible. Yo no entendía la falta de empatía de mi madre para con mis cosas. Una madre que, visto con el tiempo, tenía que lidiar con el gobierno de una casa casi siempre patas arriba, gracias a tres hijas con gustos y aficiones muy dispares, entre las cuales no se encontraba mantener la armonía en el hogar. Así que, de vez en cuando, mi madre entraba en nuestras habitaciones y arramplaba con todo aquello que consideraba superfluo, para hacer una limpieza en un acto del todo conductista que originaba después un buen pollo y pocos resultados. Porque, al cabo de un mes, la cosa seguía igual o peor. Por supuesto, y aunque estuviéramos avisados, mi madre hacía todo esto cuando no estábamos delante, con premeditación y alevosía, para evitarse rebeliones. Supongo que ver por unas horas nuestros cuartos recogidos le proporcionaba tanta paz que le compensaban la gresca y el caos posteriores, aunque supiera que no estaba contribuyendo mucho a fomentar nuestra responsabilidad. Y la entiendo bien porque, queridas mías, yo hago con mis hijas exactamente lo mismo que ella. Ay señor.
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