No hay estómago del tamaño y las prestaciones suficientes como para digerir las pantagruélicas raciones de actualidad que se nos despachan últimamente. Sin haber asimilado el psicodrama chusco de la negociación de la Comisión Europea entre boicoteos barriobajeros y con la propina de incorporar al gobierno de los 27 a dos buenas piezas de genuina extrema derecha, ayer nos sirvieron de golpe otro par de sacos generosos de pienso. Y ambos, prácticamente al mismo tiempo. Por un lado, un presunto corrupto y confeso corruptor llamado Víctor Aldama cantaba La Traviata en sede judicial y acusaba a todo el organigrama del PSOE (incluyendo cónyuges y otros familiares) de pillar cacho o directamente de haber ordenado negocios turbios. Por otro, y es en lo que me centraré en estas líneas, en el cada vez más innoble Congreso de los Diputados se anunciaba con algarabía y terminaba aprobándose un acuerdo sobre impuestos extraordinarios cuyo alcance real nadie es capaz de explicar a esta hora. O que a nadie le importa demasiado, porque una vez más ha quedado de manifiesto que lo importante no es lo que va a ir al BOE sino quién se apunta la medalla o cómo se hace pasar por triunfo lo que es una claudicación de tomo y lomo. Si no fuera trágico, daría risa el contorsionismo extremo de Podemos para atribuirse el mérito y cantar las bondades de un pacto que denostaba hasta dos minutos antes de hacer público que lo abrazaba con la fe del converso. En la otra pista del circo, Junts, que también había negado setenta veces siete, levantaba el mentón para comunicar que se sumaba al consenso porque había conseguido, decía, imponer sus condiciones. Usted y yo, que tal vez no estemos para ganar un Nobel pero sí nos llega para sumar dos y dos, sabemos que es metafísicamente imposible que los morados y los liderados por Puigdemont compartan el mismo proyecto fiscal para las grandes empresas. Aun así, ayer coincidieron en el voto. ¿Por qué? Ni idea.
- Multimedia
- Servicios
- Participación
