Ya está aquí, ya llegó otro de los clásicos imprescindibles que acompañan a todas las llamadas (ya no sé si la expresión es correcta) catástrofes naturales: el momento de la chequera pública. No me entiendan mal. Ni remotamente critico que las administraciones corran a destinar el dinero que sea preciso para aliviar económicamente las mil y una consecuencias del desastre en todos los ámbitos, empezando por atender las necesidades perentorias de las personas. Lo que aumenta la irritación que ya llevo acumulada a 600 kilómetros de la zona devastada es asistir a la exhibición impúdica de supuesta generosidad de los magnánimos gobernantes que convierten su obligación en una suerte de dádiva en lugar de un derecho básico y como si las partidas anunciadas a bombo y platillo no salieran del bolsillo de los contribuyentes. En este caso, además, no es difícil adivinar en la sobreactuación de Sánchez y otros miembros de su gabinete la mala conciencia por llevar una semana de inacciones y/o decisiones manifiestamente mejorables, con el único consuelo de haber sido superados en negligencia por el gobierno de la Comunitat Vanciana, con esa nulidad que atiende por Carlos Mazón batiendo récords de ineptitud.

O sea que, medidas sí, y cuanto más rápidas y con mayor dotación, mejor. Lo que sobra es presentarlas como si fueran las ofertas de Black Friday y hacer del consejo de ministros una tómbola de beneficencia. También está de más (y canta La Traviata) aprovechar la desgracia como cortina de lodo para desviar la atención por un rato de las patatas calientes propias. Hay que ver, en este sentido, cómo le ha cambiado la cara a Yolanda Díaz, ahora que en lugar de sudar tinta china para justificar el tancredismo de su formación respecto al señalado como depredador sexual Íñigo Errejón, se da el gustazo de pregonar ERTE a tutiplén o de presentarse como garante de que no habrá ni un despido. Para algunos no hay mal ajeno que por bien no les venga.