Parecen imágenes sacadas de alguna distopía televisiva. Gentes vagando como zombis en busca de agua y alimentos en un escenario de ruinas embarradas. Sótanos inundados convertidos en cementerios donde van emergiendo cadáveres hinchados. Puntos dejados de la mano de Dios y de los hombres a los que la ayuda no acaba de llegar. Un olor a putrefacción que lo invade todo. Listas de desaparecidos que nadie parece querer desvelar. Pillaje. Y unos gestores de ínfima calaña, sectarios hasta en el momento de pedir apoyo, que anteponen sus querellas políticas al deber de auxiliar a las víctimas. Nos lo hubiésemos creído de algún país del tercer mundo, pero todo eso está ocurriendo en nuestras narices, a unos pocos centenares de kilómetros de donde tan felices vivimos, en lugares que muchos de nosotros hemos visitado alguna vez, dentro de esta misma demarcación estatal, tan europea, tan civilizada. Por desgracia, abundan las razones para pensar que de estas vamos a acabar viendo muchas, pero que no sabemos cuántas harán falta para virar esta nave que se va directa a la mierda. Mientras, tendremos que aguantarnos con el espectáculo de la infecta gestión de la catástrofe, entre la inutilidad más absoluta y el maquiavelismo, tan español, del aprovechamiento de los muertos para sacar rentabilidad política. Hay muchas razones para arrojar barro a los reyes, a Sánchez, a Mazón. Y para algunos más que no estaban el otro día en Paiporta. Pero hasta eso, en principio una reacción lógica de gente justamente desesperada, parece preparado por indeseables. Tendría narices que lo que ha sucedido y está sucediendo estos días en Valencia, en vez de abrirnos más los ojos sobre las consecuencias del mal trato constante al que estamos sometiendo al planeta, contribuyera a armar aún más a una extrema derecha precisamente negacionista. Y para que nada falte, esta noche puede ganar Trump.
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