Esta sí es una de las ocasiones en que se puede decir con propiedad y sin exagerar una micra que no hay palabras. Pero, como es preciso llenar los silencios y los espacios en blanco, se da la impresión contraria. A algunos les sobran. O quizá es solo que sienten la obligación de mostrar que no son ajenos a la descomunal tragedia, una de esas que ya sabemos que se quedará grabada durante décadas en la memoria colectiva incluso de aquellos que esta vez hemos tenido la fortuna de verla a centenares de kilómetros. Así es cómo, además de los mensajes bienintencionados expresando conmoción, solidaridad y cercanía, asistimos a una suerte de juegos olímpicos del bienquedismo elevado a la enésima potencia.
Eso aún se sobrelleva. Me resulta más estomagante lidiar con quienes, desde el primer minuto, han visto en la desgracia ajena una oportunidad de oro para arrimar el ascua a la sardina propia. Hablo, para empezar, de los gobernantes, me igual en este caso del gobierno valenciano del PP o del español de PSOE y Sumar, que se agarran al voluntarismo casi ofensivo del “de esta también saldremos” y prometen medidas que ni siquiera están en su mano. Todo, mientras escurren el bulto de su responsabilidad, en singular, o de sus responsabilidades, en plural. Justo en la acera de enfrente, están quienes saben a pies juntillas y sin posibilidad de réplica que la culpa de lo que está pasando es de una sucesión de errores garrafales de los rivales políticos o de los malvados oficiales. Y no pondré en duda que, en la génesis de esta u otras catástrofes (no me atrevo a bautizarlas como naturales por si acaso) haya habido un cúmulo de malas decisiones políticas o económicas. Pero, sin sumarme ni remotamente a los negacionistas del calentamiento global, se me antoja que estamos ante un fenómeno que no se puede explicar en tres brochazos demagógicos. Otra cosa es que nos resulte bastante más cómodo reducirlo a eso.