Desengañémonos de una vez. El peor caso de corrupción política no es un motivo de denuncia e indignación por puros principios. Y ocurre exactamente lo mismo con escándalos sobre comportamientos personales intolerables como el protagonizado por Íñigo Errejón. Como estamos viendo, pese a la descomunal sobreactuación en las reacciones –quizá con alguna honrosa excepción– no estamos ante unos hechos que se reprueben por la repugnancia primaria que provocan. Qué va. En el lado de los no afectados, tenemos una herramienta de acoso y derribo del rival (o, más bien, enemigo) político. Para los sí afectados o interpelados, por contra, se trata de una crisis política que se debe gestionar para limitar sus daños.
Y de esas no salimos. Así, el PP goza sin rubor con una polvareda que, además de mandar a segundo plano sus propios marrones, le da pie para disfrazarse de digno y empático con las víctimas al tiempo que echa en cara a la izquierda (a toda, sin distinciones) la hipocresía en sus mensajes feministas. Vox, incluso, sube tres peldaños más y, a las actitudes anteriores, une el recochineo de mostrar en público su respeto a la presunción de inocencia de Errejón. Es un abrazo de oso de libro y, de propina, un vertido de guano sobre la credibilidad de las mujeres que denuncian agresiones machistas. Al otro lado del espectro ideológico, Podemos se relame con el sabor de la venganza y, como si el tipo que está en la picota no hubiera sido su fundador y su número dos durante cinco años, deslizan que hace catorce meses pasaron aviso a la jefa de Sumar de cómo las gastaba el hoy caído en desgracia. Una advertencia innecesaria, a la vista del torrente de testimonios que, piando tarde, reconocen que la asquerosa conducta del fulano era sobradamente conocida. Y todavía, la semidimitida jefa del cotarro, Yolanda Díaz, pretende hacernos tragar que han actuado con prontitud , ejemplaridad y contundencia. Si a alguien le cuela, será culpa exclusivamente suya.