Ya lo decía el famoso anuncio del sopicaldo: no es lo mismo cocer que enriquecer. Tampoco, en el caso que nos ocupa, conmemorar que celebrar el 45 aniversario de la aprobación del Estatuto de Gernika. Si dejamos los apasionamientos en el cajón, sostengo que hay razones objetivas para recordar con mucho cariño el día en que una ciudadanía vasca ilusionada votó a favor de un texto que suponía un gran punto de partida para caminar hacia mayores aspiraciones. En aquel momento, y pese a haber tenido que renunciar (no sin pelear) a un estatuto para los cuatro territorios del sur de Euskal Herria y no solo para los tres de la demarcación autonómica, el contenido del documento resultaba, además de avanzado para su tiempo, muy sustancioso. Y la prueba de ello ha sido el empeño sistemático en no cumplirlo por parte de los diferentes gobiernos españoles, independientemente de que estuvieran liderados por UCD, el PSOE o el PP. Ahí nos encontramos con el cinismo rayano en la provocación de los que, habiéndose empleado a fondo para convertirlo en papel mojado, llevan los últimos treinta años reivindicándolo como el lugar de encuentro de “todos los vascos” y otras exageraciones con las que trufan sus (en este caso, sí) celebraciones cada 25 de octubre. Así que, por lo que a este humilde tecleador toca, esta es una jornada para recordar no solo el incumplimiento sino, lo que es más grave todavía, la erosión silenciosa que, como no se cansó de denunciar el lehendakari Iñigo Urkullu, ha venido padeciendo el teórico pilar de nuestro autogobierno. Por lo demás, procede seguir exigiendo el cumplimiento íntegro, incluyendo esas materias que todavía los socialistas y (con más brío) los populares insisten en que no deben ser transferidas al pie de la letra. Eso, sin olvidar que ya vamos muy tarde en la renovación del pacto estatutario con el Estado español y que debemos aplicarnos a la tarea de una vez por todas, buscando un gran acuerdo pero sin admitir trágalas ni vetos.