cuando llega la hora de dormir y acompaño a mis hijas a la cama, me suele entrar la vena romántica. Aclararé que fui una niña de finales de los 70, que creció en la infancia con todas estas sitcoms norteamericanas donde los padres y los hijos tenían conversaciones profundísimas para solucionar sus problemas y siempre se decían que se querían. Esto nunca sucedió en mi casa y a mí me parecía que lo que veía en la tele tenía que molar un montón si realmente ocurriera en la realidad. Así que me lo guardé para cuando algún día tuviera mi propia descendencia y hete aquí que es lo que ahora recomiendan a diario los expertos en crianza: validar los sentimientos de la chavalada, pedir perdón, recordarles a tus hijas que las quieres, y ese largo etcétera que seguro que quienes me leéis también os sabréis de memoria. Quizá en vuestras casas aquello tampoco se puso en práctica, porque se presuponía (sin expresarlo jamás con palabras) que el amor parental estaba garantizado y que “si se ha enfadado y se ha encerrado en su cuarto dos quehaceres tiene: enfadarse y desenfadarse”. El caso es que yo crecí bastante más sentimental que todo eso, para bien y para mal y, sin caer en la pastelosidad de aquellas series que tanto me encantaban por su visión tan transgresora para mí de la relación entre padres e hijos, decidí escuchar mucho a mis criaturas, discutir también y, sobre todo, que no quedase ninguna duda de que les quiero hasta el infinito y más allá. Se lo repito todas las noches sin dejar ni una, que igual en la adolescencia no me dan tantas oportunidades. Porque no sé si son lo mejor de mi vida, pero sé que esta vida mía ya no sería igual sin ellas. Y porque tengo mucha suerte. Todo esto y más les digo, aunque a veces, en mitad de mi romántico discurso, ellas me contesten: “Oye ama, si yo tuviera un dragón, me gustaría que fuese un Furia Nocturna como Desdentado”.
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