Violeta nació una primaveral mañana de abril en mitad de un campo de margaritas. Sus padres algo barruntaban sobre que su niña no era margarita, pero verla así, tan violeta, al principio les impactó bastante. Que nadie recordara (o supiera) nunca había sucedido algo semejante y, aunque se rumoreaba que en un campo cercano creció una amapola en medio de las caléndulas, la mayoría tenía clarísimo que aquello era imposible. Sin embargo, ahí estaba Violeta, con sus pétalos al sol y una perturbadora firmeza en su identidad para ser tan pequeña. Algunas flores no se atrevían ni a mirarla pensando que, si no lo hacían, cabía la posibilidad de que no fuera tan real. Otras temían que aquello fuera contagioso y comenzaron a no perder detalle de los primeros brotes de su descendencia, obsesionadas con que aquella rareza pudiera repetirse entre las suyas. No perdían oportunidad de mostrar su preocupación por tener una violeta en medio de aquella comunidad de margaritas e, incluso, se atrevieron a insinuar que algo habría hecho su familia para fomentar semejante suceso. Pero también alguna recordó lo mucho que se esforzó por ser margarita en vez de la flor que realmente era y admiró la entereza de aquella florecilla. Lo cierto era que nadie había hecho nada porque nada se podría hacer para convertir una flor en otra y, por mucho que el resto la mirara de reojo, claramente, aquella era una violeta de la raíz a la corola. La pequeña parecía ajena a todo aquel revuelo. Su familia aceptó con naturalidad su condición, la acompañaron y protegieron como supieron, a sabiendas de que su vida no sería fácil. Y no podían evitar sufrir por ello. Un día, pasadas un par de primaveras, creció una nueva violeta apenas unos metros más allá. El perfume de ambas se extendió poderoso por aquel campo de margaritas. Y entonces, ante la mirada atónita de las demás, la excepción comenzó a ocupar su hueco.