A este paso, veremos en Zinemaldia una nueva sección para proyectar los títulos puestos en la diana por el ejército de inquisidores de uno u otro signo. No hay edición que se libre de la petición de retirada con cajas destempladas de algunas de las cintas del programa. Los que ya tenemos el carné renovado unas cuantas veces recordamos el cirio que se montó con Operación Ogro, de Gillo Pontecorvo; El proceso de Burgos, de Imanol Uribe; La pelota vasca, de Julio Médem o, el año pasado, No me llame Ternera, de Jordi Évole, películas o documentales, por cierto, que tenían a ETA como hilo conductor. Esta vez, sin embargo, el objeto de las iras de los Torquemadas de lance no va de la banda felizmente desaparecida sino de la cosa taurina.
Animalistas sedicentes de pro y sacerdotes del pensamiento único megamolón se desgañitaron para impedir la proyección de una pieza llamada Tardes de soledad que firma el director Albert Serra. El razonamiento esgrimido para justificar el veto era, como de costumbre, un prejuicio ideológico del nueve largo. Sin haberse echado a la retina un solo fotograma, los airados abajo y arribafirmantes sabían de buena tinta que el documental (o lo que sea, que el género no queda claro) era una siniestra apología del espectáculo sangriento que algunos todavía llaman “fiesta nacional”. Luego, según hemos leído y escuchado a cronistas y críticos que sí han visto la obra de Serra, resulta que el producto audiovisual puede interpretarse exactamente como lo contrario, es decir, como una gran diatriba contra la denominada tauromaquia o, en la versión más suave, como un certificado de defunción adelantado de las corridas de toros. Obviamente, la realidad no cambiará las cerriles ideas preconcebidas de los censores. Pero con su pan se lo coman. Ni se dan cuenta los muy necios de que, como cada vez que se llama a vetar lo que sea, lo único que han conseguido es multiplicar por ene su difusión.