Las ya lejanas fiestas de La Blanca nos han dejado un gran hito en nuestra historia vital. Una buena amiga lo define como “la hazaña del año” de nuestra criaturas, y creo que tiene razón. Porque no sólo supone un derroche de pura adrenalina, sino que, además, en nuestro caso, ha supuesto la conquista de otra parcela más de autonomía que, aunque aparentemente nimia, atesora un valor incalculable. ¿Y qué es, os preguntaréis, esa gesta tan importante? Pues acordar un lugar visible donde encontrarnos y dejar que ellas corran a su aire en el toro de fuego. Las nostálgicas me dirán que en sus tiempos eso lo hacían casi en pañales, porque parece que nuestra infancia fue más arriesgada y auténtica, todas habíamos hecho el servicio militar con los dientes de leche y nada de lo que nuestras hijas hagan ahora podrá equiparársele. No me empeñaré en desmentirles; los recuerdos de quienes así lo creen están tan magnificados como los que mis hijas tendrán en su adultez. Es ley de vida hacer de menos el presente y engrandecer un pasado que seguramente no fue para tanto pero, sin duda, fue sólo nuestro. Mis chicas también tejerán su historia con los recuerdos de sus vivencias. Porque esta libertad reivindicada en el toro de fuego ha sido para ellas, como dice mi amiga, una gran hazaña y para mí, un elogioso paso adelante. La prueba de que atreverse entraña sus riesgos pero merece la pena. La prueba de que estaremos aquí, esperándoos. La prueba de que, si hay algún problema, sabréis donde acudir para pedirnos ayuda y sabréis cómo hacerlo. Una conocida, sin embargo, me afeó este avance con la amabilidad peligrosa de las autodenominadas madres conscientes. Y yo pensé que prefiero echar pequeños cables a mis hijas para que vuelen seguras, a llevarlas colgadas con ese llavero de falsa protección que, en realidad, esconde el gran miedo de la maternidad: asumir que un día se irán.
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