EL pasado viernes, despedimos al sacerdote Daniel Eskixabel, una persona buena, un hombre de paz, bondadoso, humilde donde las haya y todo un ejemplo del compromiso social de la iglesia. Personalmente, lo conocí como párroco de mi pueblo, Legorreta, y fue un cura bien integrado en el pueblo, y más concretamente, con la cuadrilla de mis padres.
Ahora bien, aunque por diferencias en la edad, no lo conocí en sus labores e iniciativas de apoyo al sector agrario, son muchas las referencias que me llegan de su apuesta, junto con toda una generación de personas comprometidas con la iniciativa comunitaria, por impulsar la visión cooperativa en el sector agrario guipuzcoano y más concretamente, en la puesta en marcha del centro de gestión Lurgintza.
La necesidad de unir fuerzas por parte de las explotaciones agrarias familiares, la mayoría de las mismas de tamaño pequeño y medio para afrontar los enormes retos a los que se enfrentaban y enfrentan es la base del cooperativismo y así, surgieron diferentes cooperativas, como decía, para colaborar tanto en la producción, transformación como en la comercialización, o únicamente en alguna de estas etapas de la cadena alimentaria, y así poder intentar, al menos, hablar de tú a tú con el resto de los eslabones de la cadena, reducir costes, dar valor añadido a la producción y, en definitiva, intentar mejorar la rentabilidad de los productores.
La cooperativa, como el sindicato, la asociación o la empresa era y debe ser una herramienta y no un fin en sí mismo, una herramienta para facilitar y mejorar la vida de los asociados sin llegar a constituirse un fin en sí mismo ni un objetivo a preservar por encima de todo, incluso, por encima de los intereses de sus propios socios.
Lo digo, por mucho que le sorprenda, porque, en estos últimos años, al igual que en el último viaje a Galicia, vengo observando actitudes y acciones, como decía, que nos hacen ver que, en algunos casos, ya hemos llegado al punto ese en el que la cooperativa y/o la empresa con base cooperativa es el fin último que preservar y para ello, observo diferentes iniciativas que, cuando menos, me chirrían.
Cuando determinadas empresas, cien por cien privadas, propiedad de una persona, familia o fondo de inversión, con cierto o gran éxito comercial en el complicado mercado alimentario ven en peligro su provisionamiento de materia prima para su producto alimentario, particularmente por una disminución, lenta pero imparable, de productores proveedores de su planta industrial, suelen optar, no son pocos los ejemplos de ello, por ampliar su radio de aprovisionamiento acudiendo a territorios más lejanos, por fórmulas de integración o, en el caso extremo, por bajar ellos hasta la faceta productiva y convertirse en empresarios productores en base a mano de obra externa. Mejor o peor retribuida.
Ahora bien, como les decía, observo que también determinadas cooperativas han optado por la misma formula de las empresas privadas y así, las hay que se proveen de zonas lejanas comprando a precios, en algunos casos, difícilmente aceptables en el modelo cooperativo (dejando bien claro que el socio, en cuanto que aporta y arriesga en su cooperativa, debe obtener un mejor precio que el aportador externo), otros optan por poner en producción agrícola las fincas de sus socios ya jubilados y los hay, también, que se pasan directamente a producir leche, carne o uva, sustituyendo al productor, en vez de reforzarlo.
Quizás peque de romántico o de ingenuo, pero creo que estos casos que apunto, aún siendo los menos, nos muestran un arriesgado camino para el modelo cooperativo que nos indica a las claras que el objetivo final en esos casos no es empoderar al socio ni mejorar su vida, sino asegurar la provisión de materia prima para una planta industrial que no quiere perder cuota de mercado. Es, en definitiva, de llevarse hasta el último extremo, un claro ejemplo de la agricultura sin agricultores que algunos propugnan y al que el cruel mercado y la implacable cadena alimentaria nos aboca.
Por ello, ahora que tenemos diferentes gobiernos que plantean impulsar una Ley de Agricultura Familiar, creo que es un buen momento para reflexionar sobre ello y sobre la incidencia de la agricultura familiar en el mundo cooperativo, y viceversa. Reflexionar si queremos fortalecer al productor y darle un mayor valor añadido a través de la cooperativa, o si, por el contrario, queremos impulsar una industria agraria, de identidad cooperativa, que, ante la falta de productores, asuma para sí también la faceta productiva, aunque para ello tenga que contratar mano de obra externa.
Alguno dirá que la actuación de estas cooperativas no tiene nada que ver con las empresas agroalimentarias privadas antes aludidas, pero no me negarán, que parecérsele, se le parece.
Miembro del sindicato ENBA