Siempre recuerdo que, en los albores del procés, el entonces president Artur Mas se reunió en Moncloa con Mariano Rajoy para exigirle un sistema fiscal como el de los territorios forales. La respuesta fue un no rotundo que alegró y alivió a los principales dirigentes de ERC. La misma noche del portazo del gobierno español, entrevisté al que en aquellas fechas era portavoz de los republicanos en el Congreso, Joan Tardá, que no tuvo empacho en confesar que esa negativa era una gran noticia para el soberanismo. Su explicación fue que la concesión de la gestión de los impuestos a Catalunya habría implicado la muerte del procés, puesto que ya no quedaría mucho más que reclamar.
Es gracioso a la par que ilustrativo que, algo más de un decenio después, los actuales mandatarios de ERC se hayan abrazado a lo que desdeñaban y lo utilicen como justificación para investir al socialista Salvador Illa como president, al que consideran un unionista español. La política tiene esas cosas, sobre todo, cuando se juega a corto plazo, que es en la inmensa mayoría de las ocasiones. En todo caso, yo no me daría mucha prisa en celebrar que Catalunya vaya a tener un concierto o un convenio como los nuestros –“solidario”, añaden; hay que tener cara dura– porque ahora mismo esa eventualidad pinta lejana. Por de pronto, las bases de ERC se pronunciarán mañana y no está nada claro que lo vayan a hacer a favor. Aparte del ruido que ya está haciendo Junts para llevar el agua a su molino y de la barrila interna por parte de ciertos barones del PSOE que ustedes saben, ocurre que las modificaciones legales que hay que acometer para convertir en hecho la promesa son de un calado mayor, si cabe, que la promulgación de la ley de amnistía. Y, en última instancia, nos encontraríamos ante la pura y dura aritmética de las Cortes españolas. Es harto dudoso que todas las llamadas “fuerzas de la investidura” estén por la labor de apoyar una revolución fiscal como la que se propone.