Con esta alusión toponímica al barrio rural bergarés firmaba sus artículos Ramón Berraondo, escritor guipuzcoano de la primera mitad del siglo XX. Colaborador en revistas de difusión de la cultura vasca como Euskalerriaren Alde y Yakintza (auspiciada por el sacerdote José Ariztimuño, Aitzol), este militante de Acción Nacionalista Vasca, ANV (formación política laicista escindida del PNV en 1930), participó activamente como articulista de temática cultural en el diario donostiarra abertzale El Día (1930-1936), dirigido por el periodista lesakarra José Lekaroz Goñi.

Martín de Anguiozar y el lauburu

En este periódico se publicó el 24 de septiembre de 1933 un interesante artículo firmado con el seudónimo Martín de Anguiozar con el título de “El lauburu euzkadiano” (término sabiniano). En él, Ramón Berraondo señala que este disco de cuatro brazos también fue conocido por sus coetáneos nacionalistas vascos como ikurriña (ikur, símbolo), denominación con la que se conoce la bandera crucífera ideada por los hermanos Arana Goiri que hoy celebra su 130 aniversario.

En el documento, Anguiozar plantea la errónea tesis de que la configuración curvilínea del símbolo responde a una antiquísima tradición exclusiva vasca: “Nuestro lauburu o ikurriña fue cifra, símbolo o emblema caro a los hombres de la alta antigüedad, de quien lo hemos heredado: insignia euzkotarra que equivale a un estandarte o a un escudo y que se consideraba, al igual que las divinidades solares y lunares, como representación de las fuerzas de la naturaleza”. A juicio del articulista, la configuración de bordes redondeados del lauburu, que los euskaldunes de Iparralde también conocen como “trébol vasco”, alude a la imagen de la rueda y procede “del tipo de suastika (svástica) más antiguo cuyas ramas curvas, vueltas hacia la izquierda o la derecha, expresan el movimiento rotatorio y su dirección”.

Y digo “errónea tesis” porque investigaciones contemporáneas de gran nivel académico han demostrado que la configuración curvada de nuestro gran signo distintivo es relativamente moderna.

Así, en su ensayo de 2009 “El lauburu. Política, cultura e identidad nacional en torno a un símbolo del País Vasco”, el catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad del País Vasco Santiago de Pablo expone que los orígenes de la forma curvilínea del lauburu se remontan, como datos más antiguos, al siglo XVII, “aunque pudo haber existido algún ejemplo, hoy desaparecido, a finales del siglo XVI”. Para apuntalar su tesis, el historiador gasteiztarra remite a la autoridad del insigne etnógrafo y antropólogo José Miguel Barandiaran quien ya había indicado que “los lauburus son recientes”.

En cualquier caso, el artículo de Martín de Anguiozar tiene el alto valor de sumergirnos en la apasionante historia de este símbolo identitario de nuestro país cuyo origen sigue siendo confuso. Una historia que, para el caso concreto del nacionalismo vasco, enlaza con la leyenda vascocantabrista expuesta por el jesuita vallisoletano del siglo XVII Gabriel Henao de que los romanos “habían tomado la cruz o lábaro [estandarte] como trofeo de victoria en su conquista de Cantabria (que incluiría los territorios vascos). Y de cómo este autor asoció el término lábaro con las palabras en euskera lau (cuatro) y buru (cabeza o remate). Una leyenda que hacía referencia a la cruz gamada o esvástica (símbolo mágico euroasiático) y que, tal como comenta Martín de Anguiozar, fue aceptada en el siglo XVIII por el pensador y escritor andoaindarra Manuel Larramendi.

Esa teoría –que el escritor Joseph Augustin Chao “resignificó” en 1847 proporcionando al estandarte o lauburu una asociación con los cuatro territorios vascos peninsulares– defendida por ejemplo, por el académico de la Historia Estanislao de Labayru (1845-1904), fue asumida a principios del siglo XX por Sabino Arana, para quien la cruz gamada rectilínea era una representación del sol (eguzki), término del cual se derivaba el vocablo euzko (vasco). En 1914, tal como ilustra el profesor De Pablo, el grupo juvenil abertzale Euskeltzale Batza (perteneciente a Juventud Vasca de Bilbao), “propuso la adopción de la esvástica como insignia de solapa, para distinguir a los vascoparlantes”. Con el tiempo, aquel emblema de distinción euskaldun pasó a formar parte del imaginario colectivo jeltzale, incrementándose su presencia durante la II República en carteles, folletos y hasta formando parte de la iconografía de los batzokis o centros de reunión del PNV.

Y aquí comenzó el problema para el nacionalismo vasco. Porque como indicaba en su artículo Martín de Anguiozar, “Herr Hitler ha adoptado para los Teutones el antiguo símbolo de la cruz de brazos tronchados, conocido en la India como swástika, llamada fyliot por los ingleses o “cruz gamada” por los franceses. En la India estaba relacionada con sexo, masculino o femenino, conforme a su dirección. Para los celtas era un símbolo de inmortalidad significando buena o mala suerte, según mirara a uno u otro lado. No existió entre los judíos y de ahí la alusión antisemita ideada por los hitlerianos”.

El mundo abertzale no podía permitir la identificación de su enseña con un nazismo que, habiendo llegado al poder en Alemania en enero de 1933, comenzaba a desplegar en todos los órdenes políticos y sociales su ideología totalitaria y racista. Por ello, Martín de Anguiozar, militante de ANV y en contra de la opinión de algunos compañeros de partido como Justo Garate, propuso la adopción del lauburu en su forma curvada que tuvo mayor tradición en Navarra e Iparralde: “¿Por qué no utilizamos este lauburu nuestro, el curvilíneo, desterrando ese otro, hoy en uso, que ni es vasco y tiene la desventaja de hacernos tributarios de las razas orientales o próximos allegados de Hitler? El etnólogo Frankowski manifiesta que no existe en el mundo un país poseedor del lauburu curvilíneo, el cual es exclusivamente vasco. ¿Será necesario rectificar volviendo al molde antiguo? Así parece”.

Aquella primera llamada pública de atención de Berraondo/Anguiozar tuvo su continuidad dos años después cuando, el militante del PNV Amancio Uriolabeitia denunció en la revista Euzkerea que la cruz gamada rectilínea no era un signo vasco, “ni creemos que el vasco lo haya usado hasta época muy reciente”. Uriolabeitia no solo proponía la adopción de la forma de líneas curvas sino denominar a este signo euzko-ikur (símbolo vasco).

Con el espaldarazo de Aitzol a dicha propuesta de priorizar la forma curva (no así la de la denominación euzko-ikur), el nacionalismo vasco abandonó para siempre la imagen de la cruz gamada y con ello, una narrativa plagada de contradicciones, fabulaciones y errores históricos. A los vascos de hoy nos queda el maravilloso legado de lo que en su tiempo se conoció como cruz vasca o cruz de vírgulas. Lauburua, geurea beti.

Doctor en Historia Contemporánea