La Luna de Ciervo me sorprende por casualidad en el paseo frente al camping vacacional. De pronto, me veo rodeada de gente, cuando normalmente a estas horas soy la única persona que traspasa la verja y se sienta un rato en la oscuridad de la playa de guijarros para disfrutar del runrún de las olas. No me he enterado del fenómeno lunar; en vacaciones procuro sumergirme en un universo paralelo alejado de la vida rutinaria, un lujo que debería estar al alcance de todas. La gente a mi alrededor saca sus móviles para inmortalizar la lunaza, una gigantesca bola naranja, que parece una calabaza y se va alzando sobre nosotras, cada vez más poderosa. De fondo se oyen las voces de las niñas del camping jugando al pilla-pilla con sus linternas. Se huelen las barbacoas que nadie haría con este calor en su casa pero que todas hacen aquí, porque son vacaciones y hay que aprovechar la parrilla. Se escuchan los murmullos de las conversaciones de las familias sentadas en las preciosas terrazas improvisadas de sus parcelas, llenas de guirnaldas, luces, macetas con flores y farolillos. Yo no tengo móvil, he ido a la playa para respirar el salitre que tanto me gusta y disfrutarla vacía, ver las lucecitas del faro y los barcos, ver ese mar en el que me encanta bañarme de día mecida por las olas como en los best sellers y que me inquieta tanto de noche, cuando me asaltan las noticias que me recuerdan la negligencia de este primer mundo nuestro. Y de haber tenido el teléfono, creo que tampoco me habría aventurado a sacar una foto, porque estoy muy lejos de ser una profesional que consiga congelar todo lo que concentra para mí este instante. Los aficionados paparazzis me recuerdan que en unos días tendré que abandonar mi playa querida, que volveré a horrorizarme con las noticias. Pero siempre me quedará el sueño de la jubilación, cuando lo más bonito de la playa será todo mío.